domingo, 10 de diciembre de 2017

Tía Teresa, un poco, nada más...

De todos los hermanos de la madre, considero a tía Teresa como la más difícil de retratar, de dibujar, de hacer, siquiera, un ligero apunte sobre ella.
Era una persona, aparentemente, adusta, aparentemente, seria, pero en el fondo, quienes tuvimos la suerte de tener algún contacto continuado, tenemos algo más de abanico para poder relatar aspectos entrañables.
Cuando hemos hablado de ella con sus hermanos, ha salido algo así como que, de los 12, la que más








sufrió una serie de circunstancias no precisamente favorables.
Una imagen: Vivió rodeada. En medio de un grupazo de hermanos que, en un principio, la pudieron ocultar de su alrededor. No he visto nunca ninguna foto de ella, ni en Beas ni en Begíjar pero, claro, mi impresión es forzosamente limitada.
Ya asentados en Linares también le persiguieron las circunstancias, me parece. Las "gemelas" eran un referente normal. Independientemente de sus voluntades, la "gemelez" era, de por sí suficiente como para marcar algunos aspectos de la vida de una chica. Los tiempos en que se movían, también.
Pero estoy marcándome un farol. Cualquier cosa que pudiera decir de esos tiempos está marcada por las opiniones que hubiera podido oir a lo largo de mi vida.
Sí, sin embargo, decir que la recuerdo, de pequeño, como una tía emsombrecida por grandeza de tía Isa.
Rafa Martínez habla de ella, y en la parte que recuerdo me sumo a él, como servicial y meticulosa (la que hacía los picatostes en su punto, por ejemplo) y añado que tenía la enorme ventaja de ser muy nítida. Si era ella la que nos atendía, había que hacer las cosas de manera más correcta que con tía Isa. Y así, así, pasaba la vida.
En el año _____ desapareció por los alrededores de Jaén. Ayudó a Carlos a montar su vida ecleial. Le acompañó a Lopera, en donde aparecimos un día multitud de primos y tíos a través de la folloneta de tío Jose.
Después, a Martos, creo y, en Linares, de vez en cuando. Es verdad que venía a casa de la abuelita con más frecuencia que el tío Carlos y, allí, siempre atenta a la mano que hubiera que echar.
Pero, donde más contacto tuve -tuvimos, Alicia y yo- con ella, fue en Úbeda.
Algo antes, cuando destinaron a Carlos al Barrio de San Pedro vi cómo ayudaba a montar una parroquia en un garage, con unas escaleritas que subían al primer piso que era su casa.
El Barrio de San Pedro era muy interesante. Era, en cierta forma, moderno, calles tiradas a cordel, con una población variopinta de la que formaban parte algunos de mis compañeros de la Safa. Tenía yo, por tanto, contacto directo e indirecto con Teresa y Carlos. Estábamos en tiempos de lo que luego se vieron como finales del franquismo y en medio de una crisis tremenda de la iglesia a causa de la aplicación de lo surgido del Vaticano II. Además, Úbeda era un follón de padre y muy señor mío en el ámbito eclesial.
Vamos que los curas y todos los que vivieran alrededor no tenían situaciones sencillas. Nada era como antes ni, como después se sabría, iba a ser el futuro.
Lo que recordamos de Úbeda, tanto Alicia como yo, era el gustazo de tener una tía que nos cuidaba a cuerpo de rey. Pero, ojo, no sólo a nosotros porque, si se le pudiera pedir recuerdos a Juan Manuel Sánchez Gordillo, también diría que más de una noche, dos y más, le pidió cena a Teresa de manera improvisada.
El arroz con leche era la mejor maravilla del mundo. Muchomás que las pirámides y la Alhambra y ese era el final de la cena de los miércoles. Antes, había habido delicatessen Martinez.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Los Villares, Jaén (1)

A mí me suena que, en tiempos lejanos, era normal que los primos -hermanos- fuéramos a veces a pasar temporadas a casas distintas a la nuestra.

Pues resulta que los tíos, de Jaén, tío Luis y tía Carmen tuvieron un chico más o menos a la par en que me pusieron a mí en el mundo. Murió a los pocos días de vida, según me contaron y, quizás por esa razón, y porque era costumbre lo que cito más arriba, me encontré con la invitación de ir a pasar unos días con ellos en su veraneo en Los Villares, cerca de Jaén.

Mi primer recuerdo estaba con el piso que los tíos tenían en la calle Conde. Una calle larga que acababa en la plaza de la Catedral. Allí conocí a los tres primos que componían la familia juvenil. Jose Luis, Carmencita y Pilar. 

Sé que, en cuanto llegué, recibí atenciones varias, entre las que se incluyeron la visita a la citada Catedral y a la capilla del "Santo Rostro". Cuadro que me despistó porque no recordaba nada parecido en Linares, ni en Santa María ni en San Francisco, así como en ningún lugar del imaginario de casa o de casa de las tías.

Algo después partimos hacia el lugar de veraneo. Pasamos por Jabalcuz, nombre sonoro donde los haya -me dijeron que era un "balneario". Nuevo aprendizaje de palabra rara y exótica-. Era un pueblito pequeño pequeño, a dos pasos de Jaén, donde, me dijeron, que iba tia Luisa a "tomar las aguas" y también alguna vez había ido el tío Luis.


Tmas de Jabalcuz, hace un par de años. Es probable que hoy día tengan mejor pinta.
Ahí iba tía Luisa a "tomar las aguas".
Después de un montón de curvas, un puente sobre un riachuelo, una recta larga y nueva entrada en nuevo pueblo. Llegamos a un lugar tremendamente pintoresco. Una casa, al lado de un río, un puente y una terraza-huerto sobre el río y plagada de plantas de fresas.

He encontrado una foto aérea de cómo estaba la casa. Lástima que no se pueda aumentar demasiado y que no haya una del frente de la casa. Pero, aunque es muy posterior -de los años 70 o por ahí- creo que se puede tomar una idea de cómo podía ser el ambiente de la misma.
La casa de la esquina del río. Está sacada de un vuelo militar de los años setenta
En la planta baja tenía un salón inmenso. Pero grande de verdad, creo recordar que el suelo era del tipo ajedrezado en blanco y negro y, en medio, una mesa de alas con una cesta de huevos encima. Al fondo la cocina o algo así y más al fondo, a la izquierda y subiendo unos escalones, la piscina.

O la alberca, que tanto daba porque, si tenía agua, serviría para bañarse.

Eso del agua tuvo también su importancia porque era de riego y tenía la disciplina de atender al turno que tocase. El tío Luis nos iba indicando la importancia del rigor de respetar la hora, estar atentos a la acequia y cuidar que el agua estuviera lo más limpia posible.

Lo de las fresas era excepcional. Había que bajar unas escaleras hasta una baranda -creo que de ladrillo- que separaba la terraza del río.

En todos los sitios había posibilidad de aventuras, comedidas sí, pero aventuras. Por ejemplo, si había una cesta de huevos encima de la mesa, corrió el peligro de salir todos espachurrados y tirados por el suelo.

Me estaba enseñando a montar en patines de ruedas, cuatro, de goma, metálicos y con correas muy fuertes que te sujetaban bien el pie. En principio se trataba de tratar de andar aprovechando la extensión del salón y, aquello iba bien hasta que, en algún momento, se acerca uno a la mesa, pierde el equilibrio, la mesa se viene hacia mí y la cesta hacia el suelo. Suerte que estaba por allí alguno de los primos -creo que Jose Luis- que la cogió al vuelo. Nos quedamos mirándonos silenciosos hasta que pasó el espíritu de la suerte morrocotuda. A partir de ahí, quien tuviera patines, que se acercara a una silla y nada más.

La piscina era un acontecimiento. Un día, decía tío Luis que llegaría el agua a partir de las doce de la noche. Pues había que esperar para dejarla pasar por la acequia hasta que dejara de arrastrar maleza y turbidez y, después, cambiando la compuertita, derivarla hacia la piscina. Se vigilaba durante un rato y, ante la satisfacción de que estaba entrando limpia, nos íbamos a acostar.

A la mañana siguiente no estaba tan limpia. En algún momento había entrado agua turbia y, no había más que rascar. ¡Estaba llena!. Te bañabas y, al salir, te enjuagabas con un cubo o con un grifo que hubiera en el patio. El caso es que nos bañábamos.

Las siestas tenían otra entidad. Había que leer y no hacer ruido. En la biblioteca, seis libros extraordinarios Aventura en la Isla, Aventura en La Isla, Aventura en el Castillo, Aventura en el valle, Aventura en el mar, en la montaña, en el barco, en el circo y en el río. Ocho libros que relataban las incidencias de cuatro jóvenes de edad algo indefinida durante sus vacaciones de verano. 

Nos gustaban porque contaban cosas que no iban a ser verdad en nuestras vidas pero que, con un poco ce imaginación, podrían haberlo sido.... si hubiéramos tenido pasadizos secretos, una tía Allie tolerante hasta el descuido, campos abiertos donde había cuevas con repisas de roca para poner las latas de sardinas, aviones que llevaban obras de arte o hubiera contrabando de armas en el río de Los Villares. ¡Ah! y un loro chistoso que distendía la ansiedad de los momentos peligrosos con sus peculiares dichos.

En cualquier caso eran leídas con fruición y servían para sacar frases que nos divertían si eran usadas en momentos oportunos.

Resulta que, además, cerca de los Villares tuvo lugar un hecho que era "de cine", por lo inusual, digo. ¡Estaban buscando petróleo! y, además, era verdad que lo estaban buscando allí. Se corrió tal hecho por todo el pueblo y ¡cómo no!, fuimos a verlo.

La máquina perforadora estaba a la izquierda en un camino  rural que alguna vez utilizamos para hacer una excursión. 

Alguien ligado con la explotación tuvo el detalle de contárnoslo con todo el cuidado del mundo, tanto que aún hoy recuerdo la máquina y cómo se actuaba con ella. Recuerdo que estábamos el tío Luis y yo, uno al lado del otro. Al final cuando acabaron con la explicación, me preguntó: "¿Lo has entendido?". Le dije que sí y me miró con algo de asombro.

Bueno, pues de aquella máquina salía agua sin cesar. Supongo que los campesinos de alrededor estarían encantados. Y, el más encantado de todos era yo. ¡Había visto cómo se buscaba petróleo! y lo más divertido era que eso era verdad. Muchos años más tarde tuve ocasión de ver un mapa donde se habían efectuado sondeos en busca del oro negro. Pues bien, uno de ellos estaba en el término de los Villares. Nuestra máquina y nuestro pozo.

Los días transcurrían de forma agradabilísima. Desayuno, lectura de las aventuras de Enid Blyton, baño en la piscina, patinar en el salón y paseo por las tardes. 

Habían hecho -o estaban haciendo- una presa en el río y éste era uno de los finales de la excursión. Había, supongo, que vigilar que las obras transcurrían hacia buen fin. 

Un día vino un primo -de los primos- es decir alguien que era familia por la parte de la tía Carmen, un chico rubio, de aproximadamente la misma edad que Jose Luis y, ¡salimos a cazar!. Así, como suena. De noche, con una linterna que llevaba yo, enfocábamos a los árboles y los primos les tiraban con una escopeta de plomillos. Algún pájaro cayó aunque me parecía mentira pues aún a pesar de mi haz luminoso nunca vi ningún volátil al que tirar. 

Se me iba a olvidar lo pintoresco que era acostarse. Me tenían asignada una cama plegable un tanto rara. Era metálica y nada normal. Es más era tan anormal que alguna vez se cerró sobre mí. ¡Es que era una silla!. Una silla ortopédica o similar que estaba dedicada a la tía Luisa. Había que subirse a ella por un sitio determinado. Si lo hacías más arriba, aquello se levantaba por el otro lado y había que pedir ayuda a Jose Luis para poder salir de aquel amasijo de sábanas, colchón y tubos.

Era demasiado bueno para ser verdad. Un día, apareció por allí tío Carlos, con su sotana y todo. Comió con nosotros y, cuando no me lo esperaba me dijo, "anda, coge tu maleta, que nos vamos para Linares".

Pues, como llegué, me fui. Bueno, no es verdad, mucho más encantado. Había tenido unas aventuras maravillosas, leído un puñado de libros que, enseguida que llegué a Linares pedí a mis padres y aún andan por mi casa y vivido cacerías, paseos y baños. ¡qué más podía pedir!.

El viaje de vuelta a Linares fue también pintoresco. Subí, supongo que en un autobús desde el pueblo a la Capital del Santo Reino y, allí, cogimos un tren hacia Linares. Recuerdo el vagón, de madera, y cómo fue cayendo la noche. Llegamos a la estación de Espeluy que estaba en la Carretera de Baños. Tarde, muy tarde. Atravesamos Linares hasta llegar a casa de mis padres.

Pero, lo más curioso de todo es que no acaba ahí la aventura Villariega. Muchos años más tarde, volviendo desde Jaén a Granada, con Alicia, mi mujer, elegimos ir por esa ruta hacia Castillo de Locubín, Alcalá la Real y, desde ahí, a casa. 

Pues bien, salimos de Jaén, con nuestro querido Dyane y quise enseñarle a Alicia el pueblo del que le había hablado en alguna ocasión. Pasamos despacito por delante de donde estuvo la casa -ya cambiada, claro-, el puente sobre el río y el pueblo.

Pero era ya la hora de comer y tratamos de ver si había algún mesón o bar que nos cayera bien. Atravesamos el pueblo y echamos monte arriba hacia hacia "La Pandera" que, creo, es el monte más alto de la provincia de Jaén. 

Mesón La Pandera
En un momento determinado, en una curva a derechas vemos un cartel: Mesón La Pandera que parecía situado en una urbanización de las que son normales en nuestros montes. Subimos allí, comimos y, tomando café, observamos cómo el señor que nos atendió parecía prestar oído a cuanto yo le contaba a Alicia sobre las vistas que se veían desde la ventana.

Le hicimos venir y nos ofreció un café de su cuenta, nos preguntó de dónde éramos y, si no éramos del lugar cómo sabía yo lo del petróleo y cosas así. Cuando le dije que era sobrino de D.Luis Martínez puso cara de asombro y alegría. Decían "¡andá!, si yo conocía a Don Luis y a sus hijos y ¡hasta he ido a cazar pajarillos con su hijo y con un sobrino que era quien llevaba la linterna!.

¡Me quedé alelado!. ¡Era increíble lo pequeño, lo pequeñísimo que podía ser el mundo!. ¡Encontrarme con un señor que me conoció y con el que, aunque fuera ligerísimamente, pasé una pequeña aventura de unos cuantos tiros a unos pobres pájaros!.

Me quedé encantado. 

Cuando seguimos viaje, me comentaba Alicia que iba yo con algo de cara de tonto. Ciertamente, me encanta, me atonta, disfrutar con esos pequeños hallazgos de historia pasada.


viernes, 10 de noviembre de 2017

el tío Pablo y la manta

Tengo el turno del viernes en la rotación de los paseos con mi madre. Hemos estado, como en otras ocasiones, leyendo historias Martínez y, en cierta manera sembrando las que están por escribir.
Pues aquí va una nueva.
Resulta que viví en Linares no sólo de chico, sino de "mediano". Es decir, casado, con mi hijo Rafa creciendo desde su nacimiento hasta que cumplió un año. 
Un día, en el que el "illo" estaba malito, dejé recado a tía Isa o a tía Teresa de que, si pasaba Pablo (Martínez, ¿quién si no?) por allí le dijeran que, si podía viniera a casa a ver al chico.
Pues así lo hizo. Después de comer, viene a ver al chico que tenía uno de los enfriamientos normales en los climas continentales.
Estamos tomando café con él cuando veo, por la ventana, que viene Teresa. Lo digo en voz alta y Pablo, de manera inmediata pide una manta.
Ni se nos ocurre para qué, pero él, sin vacilar, se sienta en una butaca y se echa la manta por encima: "No digáis nada, yo, como si no existiera".
Llama Teresa a la puerta, saluda, se asoma a ver al nano y se sienta con nosotros (previa

mente habíamos quitado la taza de Pablo).
Mira de reojo al bulto que tiene al lado. No dice nada pero se ve por la mirada que está extrañada. Nosotros, como si allí no hubiera nada.
Estamos charlando, normalmente, y Teresa mira de vez en cuando hacia la manta.
Está contenida pero muerta, muertica de curiosidad. Nos mira con algo de gesto interrogante, cejas arriba y mirada inquisitiva.
Nada, no existe.
Pero, al cabo de un ratito, no aguanta más, coge la manta y tira con todas sus fuerzas.
¡Pablo!¡Tenías que ser tú!¡Qué susto me has dado!¿Cómo haces esto?¿Para qué haces cosas así?...vamos una torrentera de preguntas y exclamaciones.
Ni que decir tiene que nos partimos de risa, menos Teresa, quien se va poniendo mu, pero que mu enfadá y dice. "¡Me voy!".
Y se fue.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Tío Carlos, futbolero

Para medio homenajear al tío Carlos cuento aquí algo sobre sus habilidades futbolísticas.
Resulta que en el paraíso había un campo de fútbol. También le llamábamos "del heno" porque le atribuimos ese nombre a la hierba que en él había. 


Aprovecho mi plano de la sierra para indicar que el campo citado es el calvero que se ve en la zona 8,5 / g-h, que, en el año que se sacó la foto 1956, era bastante pequeño. 


Cuando se convocaba un partido, el tío Carlos aprovechaba para ponerse la sotana porque descubrió la ventaja que ella le suponía a la hora de regatear. Ocultaba la pelota debajo y así evadía las entradas que le hacía el tío Rafa.



Al cabo de varias intentonas nuestro tío futbolista por antonomasia y que llegó a jugar en el "juventud" de Linares, se cansaba de la artimaña del cura. Se cabreaba, levantaba la voz y, al final, si aquello no se remediaba, abandonaba el campo de juego. Que, ¿qué decía?. Lo normal. "así no se juega".
Y no me cabe duda de que llevaba razón. ¡Si no se veía la pelota!.




El tío Juan, agrimensor.

En la chopera de la "Sierra" había una dimensión difícilmente asumible por un enano como yo.
Todos los chopos estaban alineados, pero no de una manera simple, no, sino alineados en casi todas las direcciones
Pasabas por el camino que llevaba al cortijo de arriba. Mirabas hacia la derecha y había chopos en fila, pero mirabas con un cierto ángulo y, también, y a la izquierda, igual. Andabas un poco y volvían a estar alineados. Mirabas a la izquierda y, esos, también, Mirabas hacia atrás y los que parecían que se habían ido de línea, volvían estarlo.
Asombroso.
Como es lógico acudí a mi padre para plantearle el extraño fenómeno.
Y, como también es lógico, sentenció rápidamente el tema: los chopos estaban plantados al "tresbolillo" y, ya está.
Pues estaría, pero yo no acababa de entenderlo. Sabía, porque tío Félix alguna vez la usó, el poder que tenía una cuerda para limitar una línea de lo que fuera. Se cogía una cuerda larga y alguno de los mayores te decía "ponte allí" y te ponías.
"Tira de la cuerda", seguía diciendo, y tirabas. "Bájala al suelo", y la bajabas. Al final. La cuerda, la línea, estaba sobre el suelo y por deducción aplicabas el principio a los chopos. Ya tenías la explicación de la primera línea de árboles pero, ¿y el resto?.



Tuvieron que pasar un montón de años para saber -y de una forma contundente- qué es eso del "tresbolillo".
Sucedió un día normal en Línares, es decir, mañana en casa de los abuelos y llegada de tío Juan:
"Anda vente conmigo al Hoyo, que tengo que hacer un trabajo"
En la mano llevaba una bolsa que resultó ser muy pesada y que tenía unos hierros bastante oxidados y sucios.
No recuerdo cómo llegamos a la casa, pero sí sé que echamos a andar por el arenal que hay al sur de la casa.
Llegamos a un campo en el que se ha hecho una pequeña labor con el arado.
El tío Juan, que ha cogido una azada pequeña y un paquete de palos de alrededor de un metro de largo (yo llevo la bolsa), mira a su alrededor y elije un punto determinado.
Clava un palo y me dice que saque "la cadena" de la bolsa que yo portaba.
Me pongo perdido de óxido de hierro. Empiezo a desenredar el amasijo metálico. Veo cómo salen eslabones de distinta forma y tamaño que tienen una cierta regularidad.

Estiro una parte de la cadena sobre el suelo. Al cabo de no sé cuantos eslabones hay uno más grande. Un aro y, a partir de ahí más eslabones hasta otro aro. Y, de éste, vuelta al principio, Al que tiene tío Juan a sus pies.

El tío, ayudándose de la azada, clava un palo en el suelo. Lo inserta en uno de los aros e indicándome uno de los que están en la cadena dice "tira para allá" señalando una dirección.
Lo hago y con la cadena bastante recta llego a su final. Viene el tío Juan y clava otro palo dentro del aro.
Más o menos así, pero no con triángulo rectángulo.

A continuación y con esa recta entre dos palos estiramos las dos partes que nos restan. Hemos trazado un triángulo (luego sabré que "equilátero"). Tres palos verticales en el suelo marcan a posición que tendrán tres futuros olivos.
Ahora desenganchamos uno de los aros y, cuidando que no se salgan los aros de los otros dos, trazamos otro vértice, después otro.

Al final, compruebo que hay un campo lleno de palos que "están alineados" ... como los chopos de la chopera.
Aprendí, in situ y empíricamente lo que era el "tresbolillo".


domingo, 1 de octubre de 2017

¡Fuego en el bosque!

      Yo creo que todo aquel que haya vivido en contacto con la naturaleza, y más si es un bosque, y más si está seco o hay poca agua, tiene un especial cuidado con el fuego.

Es como si el fuego fuera un ente poderoso -que lo es- y, en cierta forma maléfico. Hay que usarlo, pero saber hacerlo, saber cuando hacerlo y, si cabe, con quién hacerlo.

En el Paraíso nos enseñaron a tener un especial cuidado con el fuego. Así, veíamos cómo los mayores que fumaban tenían siempre a mano un cenicero, pero no para poner la ceniza, que también, sino para aplastar minuciosamente la colilla.

Se llegaban a hacer tantos ceniceros cuantos hicieran falta. Una concha de pino, una navaja y, ¡ale!, un cenicero al mundo, ¿que me lo he dejado en la casa y estoy en la fuente?, otro, otra concha de pino, una concavidad y colilla aplastada. 

Pero estoy hablando de fuegos y aún no he dicho cómo se encienden. Tiene su historia.

El tío Félix, especial tío fumador, tenía unos mecheros "de gasolina" que eran, de por sí, una maravilla, o un desastre, que tanto da. El caso es que, si podía y me dejaba trataba de encenderle yo el cigarro. Era difícil porque el accionamiento estaba algo duro y, en un principio, no entendía cómo podía salir una chispa de no sé dónde y, prender una "torcida" (que esto sí lo sabía porque era igual que las de las "palomitas" de aceite).

Tuvo que ser mi padre -otro gran fumador- el que me explicara que al accionar la "tapa" del encendedor, una rueda -muy áspera- rozaba una "piedra" -de chispa- (eso era mágico), saltaba una y, al llegar a los vapores de gasolina que desprendía la torcida, prendía ésta. Según mi padre, no era difícil, sí, pero ¿qué era una "piedra de chispa"?. Pues realmente no lo sé, es decir, nunca lo supe, pero no tenía que ser tan mágica porque alguna ve me mandaron al estanco a comprar una. O sea, un trocito de materia, con aspecto metálico que... producía chispas.

Estamos en lo que estamos, en cualquier mesa, sobre todo después de comer, aparecía uno o varios paquetes de cigarrillos y un mechero, al menos.

Los que tenía tio Félix eran como el que ponemos a la derecha, más o menos gastados, con mayor o menor holgura entre sus partes y con distintos tipos de decoración, pero no daban mucho más de sí. 
Eran mecheros. ¡Ah!, también se podían llamar "encendedores", pero ese término era menos popular.

No recuerdo a mi padre usar estos artilugios, él era más bien de "cerillas", "fósforos, ¡perdón!", de los de la "fosforera española" o, algo más tarde los que él llamaba "de seguridad", porque el fósforo, material inflamable no estaba en el palillo, sino en la caja. Esto era susceptible de explicarse con prolijidad, pero no viene al caso.

El tío Pablo sí que tenía mecheros bonitos, algunos ¡hasta de plata! y, cuando menos, algo más elegantes.


Yo creo que tenía una razón poderosa para usarlos tan bonitos, eran un regalo de Tía Piluchi quien, al cabo del tiempo, recorrió una gama de formas realmente interesantes

Llegó a tener encendedores "de oro" y uno, de plata, al que le tenía yo especial querencia tenía una forma que no era otra cosa que una de las torres gemelas de Nueva York, llevada
a mechero y muchos antes de ser construida como edificio. Es más, si las "Torres" eran bonitas eran porque se parecían al mechero de tío Pablo.


Sin haberme hecho nunca el plan de fumar sí tuve, sin embargo ganas de tener uno. Eran objetos agradables al tacto, manejables, y en cierta forma bonitos. 


 Cuando estaba en el "Insti" teníamos pasión por los mecheros, pero ya de una forma más pintoresca que eficaz. Los no fumadores pasábamos por jugar con los que nos dejaban los que sí lo hacían. Es más, era un objeto que sería para "fardar" (presumir), sobre todo ante las chicas y, claro, quien lo tenía, no presumía y, por tanto, las chicas, ni caso. 


¿Qué decir de los que tenían un "Dupont"?, era como el que -decían y decíamos- tenían los "marines" que era una gente del ejército americano al que se le atribuían muchas batallas importantes.

Mi padre llegó a tener el mechero más raro del mundo, de gasolina, sí, pero ¡se encendía con una resistencia eléctrica!.

O sea, que no tenía "piedra" y sí una especie de gusanito que, al accionar el mando se acercaba a la mecha, veías cómo se prendía la llama al cabo de un instante y, ale, a fumar.

El tío Rafa, al que alguno le habéis echado de menos en este escrito, tenía otro mechero más -diríamos ahora- "ecológico".

Era especial para echarse al monte, porque "no hacía llamas", sino "brasa". Era más difícil de utilizar, porque había que frotarlo, enérgicamente, con la palma de la mano. y, luego, casi inmediatamente, soplar sobre la...., sobre la.... ¿cómo se llamaba?, (porque no era yesca), sino una "¡mecha!", era una "mecha", que consistía en una cuerda de algodón trenzado. 

Si ésta era suficientemente larga -decía Rafa Martínez-, se podía atar al cinturón y "así no se perdía". Se podía llevar por el campo sin problema porque no había rama de pino, ni
concha, ni piedra que pudiera accionar el rascador con suficiente fuerza para arrancarle una chispa.

¡Ah!, pero eso sí, una vez usado había que tirar del cordón, que éste se encerrara en su cilindro y así ahogar las pequeñas brasas que hubieran podido causar una catástrofe.

De todas formas me queda uno. También con Rafa Martínez.

Sucedió un día, por supuesto en la Sierra, creo que en una sobremesa en el Quinto Pino. 

"Oye Nicolás, ¿es cierto que los antiguos pobladores de la tierra encendían fuego frotando maderas?".

Contesta mi padre que sí, que es cierto  o, al menos, como tal se tiene entre los historiadores.

Rafa propone intentar hacerlo, y no hay más. Busca un palo, Félix, con la garlopa puesta al revés entre las piernas, le va quitando asperezas para que se acerque a la forma de un cilindro. y, mientras, se busca una concha de pino, una rama o la madera que sea, con alguna concavidad donde alojar el extremo del palo.

Se pone en el suelo, o sobre uno de los "bancos" de pino que usamos como asiento y Rafa empieza a darle vueltas con las palmas de las manos.
no era Rafa, pero no hubiera desmerecido
Así, de la forma que indica la figura, se pone Rafa a darle vueltas al palo. Todo el mundo a su alrededor observa sin decir nada. Un intento.

Otro intento, no hay fuego. Se toca el extremo del palito, sí, parece que está caliente. 

Mi padre observa la escena con su proverbial postura de una pierna encima de la otra, el pie oscilando y, claro, fumando....

A ver, Rafa, creo que habrá que añadirle algo que favorezca el fuego, ¿qué se yo?, algo de estopa, ramitas secas, pinocha, algo que sea fácil de prender.

Se busca la estopa, las ramitas secas, la pinocha, un trozo de tela que trae tía Teresa.

Se intenta de nuevo, y de nuevo, y de nuevo.  

Rafa sopla, dice "no sé si esto se encenderá, pero yo estoy ardiendo". Nuevo intento y nuevo fracaso.

Félix: "no va a funcionar". Papá: "nos falta algo". 

Al final, se renuncia al tema, pero mi padre se obstina: "No sabremos hacerlo, pero así se hacía".

Y el tío Rafa sigue con la cuestión... "Y, si no se conseguía así, de qué otra forma se podría hacer?".

Mi padre: Con pedernal y un eslabón de acero.

Pues quedamos en buscar el pedernal y, creo, aún seguimos buscándolo...







sábado, 23 de septiembre de 2017

Mi padre, D.Nicolás Flores, gamberrete

El título lo dice todo y, según creo, a cualquiera de los familiares le debe resultar increíble pero, pensándolo un poco más detenidamente, otros dirán que, gamberro, gamberro, no, pero bromista, puede ser.

El caso es que, a raíz de no sé qué novela (¿De Salgari?¿De Verne?¿de Conrad?) en la que salían los nativos de no sé qué lugar disparando -de forma mortífera- unas cerbatanas, surgió la conversación con mi padre.

Papá, ¿era posible disparar y cazar con cerbatanas?. Mi padre contestó que sí, que, al parecer, eso era cierto.

Y, lo que resultó es que trató de agenciarse una cerbatana. Evidentemente con tío Félix.
Félix, ¿tendrás por ahí un tubo que pueda servir de cerbatana?.

Al cabo de un ratito apareció Félix con un tubo de cobre, de aproximadamente diez milímetros de diámetro, y de unos 70/80 cm de largo. Ideal. Bueno, no del todo, porque tenía bastante "cardenillo".

Se limpió hasta dejarlo refulgente y, ya está, ¡ya teníamos cerbatana!.

cerbatana de cobre

Empezó entonces el problema de los dardos. Había que diseñarlos para que fueran eficaces.
Después de algunos ensayos llegó papá a la conclusión de que tenían que ser cónicos, por aquello de la fluidodinámica, vamos, digo yo, y con algo de punta para clavarse. Es más, para fijar el alfiler al cono de papel le echaba, con muchísimo cuidados una gota de nuestro pegamento "Imedio", de ese, sí, el que colocaba con el olor químico tan agradable.
Flechas para la cerbatana

Pues, como se muestra en el dibujo, los consiguió. ¡y de qué forma!.¡Daban no susto, sino pánico!. Salían del arma a tropecientos metros por segundo y, al llegar a una puerta se clavaban perfectamente.

Ahora, eso sí, una vez comprobado y demostrado didácticamente, que las cerbatanas podían disparar, con precisión y mortífera eficacia.... se prohibieron.

El caso es que aquella cerbatana nos gustó y Pablo y yo buscamos unos proyectiles menos eficaces, aunque fueran más guarros.

Creo que empezamos a tirar bolas de papel mascado que más que daño, daban asco a quien alcanzaran.

Pero papá no se quedó tranquilo, había que buscar algún arma arrojadiza a distancia que fuera certera y menos dañinos.

Para eso estaban los "exámenes de reválida". Es decir, las octavillas de griego, latín o física y química que, cortadas por la mitad y dobladas a la otra mitad y a la otra mitad, constituían un rectángulo de pliegues. Al doblarlo, ahora en sentido perpendicular, dos veces, por la mitad era una "v" sumamente interesante.

la octavilla doblada, redoblada y, finalmente, el proyectil

Se cogía una goma "de las del pelo", se introducía por el canal de la "v" y a ésta, se le sujetaba con los dientes. Dos dedos, en los extremos de la goma servían para tensarla. Una vez hecho: cañón preparado.

El problema era elegir y dar, claro, al "blanco" deseado. Cuando se empleaban bien llegabas a tener bastante puntería y más de una vez nos vimos impactados por unos papelitos que te daban en las posaderas.
¡Disparando!


O sea que, aunque fueran con balas de pequeño calibre, papá dejó un gen artillero.

Es más, buscó por todas las armerías de Granada hasta que encontró una escopera "Norica", de aire comprimido, 4,5 mm de calibre que, en la punta tenía una especie de embudo en el que se le acoplaba un corcho.

Pues teníamos una escopeta de corchos "de las de verdad", las otras, las de chapa estampada, eran de mentirijilla.

la "escopeta de corchos"

¡Menudas batallas campales llegamos a montar en el larguíiiiisimo pasillo de la calle Manuel de Falla!.

¡Ah! y si venían primos, pues ¡más a luchar!....

domingo, 13 de agosto de 2017

Excursión al Santuario de la Virgen de la Cabeza

Con las cuitas normales de haber salido con vida de la guerra incivil, el abuelo Pablo se comprometió a hacer una peregrinación al Santuario de Andújar. Era una forma de agradecerle a Dios que hubiera salido de esos avatares.

Pero se introdujo por medio un amigo de la familia, D. Rafael Álvarez Lara y sugirió que en vez de hacerlo andando -como era el compromiso-, montara a toda la familia en un autobús y nos llevara al lugar serrano.

Yo recuerdo lo que percibí: Un nivel de agitación en casa de la abuela, con las buenas noticias que suponía para cualquier infante "una excursión". Si bastaba el anuncio de dar un paseo a "las eras", para ponerse contento, ya me diréis el entusiasmo que plantearía el ir lejos, en autobús y con todo el pandillón Martínez.

Pues así fue. El autobusillo que tenía la empresa "La Carolina", precioso, con cristales en el techo, según recuerdo y con la carrocería separada del motor por una tira de tela -para que no se notaran demasiado las vibraciones-, me dijeron, nos espera a todos en la Plaza de San Francisco.

Camino de Andújar por la carretera que lleva a Córdoba. Parada en la salida del pueblo y empezamos a dar curvas hasta terminar con casi todas.

Teníamos que estar toda la familia porque allí había gente que yo conocía de "las visitas", es decir, de esas llamadas al timbre a la caída de la tarde de los veranos, en que, después de una carrera por el portal, abrías y veías a gente que más o menos te sonaba y decía "¡uy, Rafalín!, ¡qué grande estás!"...
O sea, el tío Paco, la tía... no sé, el tío, no sé... en fin, todos.

Llegamos a un lugar extraño y el autobús nos dejó en mitad de un descampado. Sólo unas rampas de piedras en cierta pendiente parecían conducir a una iglesia en un pequeño altozano.

Empecé a subir, creo que de la mano de tía Teresa. Aquello era pesado y, a un enamorado de las ruedas como yo me parecía una tontería que, si se podía subir en autobús, ¿por qué lo habíamos dejado en el llano?.

Toda la familia en peregrinación. Íbamos, según oía, a un santuario importante porque allí había resistido un tal Capitán Cortés, en la "guerra".

Oía a la vez las interpretaciones de la resistencia ¿a qué?, con que un pastorcillo había encontrado una imagen debajo de unas matas en no sé qué época.

Bueno, el caso es que subimos y veía como la familia andaba como impresionada del momento.

Llegamos a la capilla, que parece derruida en parte o, al menos en obras, y entramos a la "cripta" -me dicen-.

Aquello fue importante, al parecer, porque creo que aquí estaba el Capitán Cortés, pero no era la Iglesia, ésta quedaba más arriba.

Me tuve que enfrentar con los "exvotos". Y, en principio, me asustaron. Figurillas de variada índole en la que me parecía ver trozos del cuerpo humano junto a imágenes religiosas. Aquello era un poco de susto.

Mi padre, que siempre lo recuerdo "al quite", ayudó a aclarar a
quello: La gente ponía un recuerdo por medio de una figura sobre aquello en lo que creía haber recibido gracias divinas. Ya podía ser una pierna, o un corazón.

Creo que algunos subieron a la obra de la iglesia, pero creo, también, recordar que, al final de la cripta había un altar y funcionaba como capilla.

A partir de ahí empiezan las imágenes más joviales que tuve de la excursión.

Con el autobús que nos llevó, bajamos al río. Nos bajamos todos y andamos hacia la orilla. Allí, de una manera u otra cada familia sacó la "tartera" que llevara con las consabidas tortillas de patatas y filetes empanados que eran, ambos, materia obligada de cualquier excursión que se preciase.


El grupo era grande y diverso, personas muy formales pasaron de estar en las sillas alrededor del veladorcillo del "patio", a sentarse en piedras, sobre la hierba o donde quiera que pudiesen. Me impresionaba ver a la abuela Isabel repartiendo cosas -por supuesto ricas- para comer a quienes se lo demandaren.

Aquí está la foto de nuestra comida en el regazo del río.


Aquello era estupendo. Además, los numerosísimos tíos que componían la martinada estaban muy atentos conmigo y uno de ellos, al que no le pegaba nada su atención hacia mí, me enseñó a hacer pozas en la arena y, en una de ellas, con una gran habilidad papirofléctica, fletó un barquito de papel que flotaba estupendamente.




Después de muchos años de esto, hablando en casa un día con Tere, mi hermana, le pedí que me hiciera el barquito. Arriba está. Es verdad que la tortuga que está al lado no estaba en aquellas épocas, es la que tengo en casa.

En esta excursión aprendí bastante, lo que eran las criptas, lo que eran los exvotos, que la familia Martínez podía comer a la orilla de un río y que algunos tíos sabían hacer pozas y barcos de papel. No esta mal. No está nada mal....





domingo, 1 de enero de 2017

Begíjar, solemne.

Begíjar es algo especial. No es sólo un conjunto de historias de cuando éramos jóvenes, era, también un retorno al pasado, una muestra de modos de hacer las cosas, de paisajes distintos a Linares, de relaciones, de comidas, de, ¿qué se yo cuantas cosas más?.
La que hoy nos ocupa tiene que ver con el cómo se hacían las cosas. Hoy nos llamaría muchísimo la atención el que se pueda hacer las cosas tan despacio, pero además, de forma tan solemne.
Pongamos por caso, como estamos en el campo y la familia tiene campos, hay que ararlos y, a veces, con anuncio, expectación y asombro.
Recuerdo que un día, estando en casa de las tías, en el primer piso del casón Begijareño, nos dicen que "tío Bernardino ha dicho que mañana van a 'sacar' el Bravant.
Al día siguiente hay un montón de movimiento en el patio. Sacan de las cuadras a los bueyes, uncidos bajo el ubio y, de una manera lenta, majestuosa, diríamos, se dirigen hacia el fondo del patio.
Bajamos corriendo con la tostada todavía en la boca. Antes de llegar a la puerta del patio oímos un estruendo enorme. Un ruido nuevo, salimos, doblamos a la izquierda y vemos a la yunta andando hacia nosotros con el boyero delante.


Ubio

Pero, en principio, no vemos la causa del ruido. Está detrás de la yunta. Pegándonos a las paredes evitamos a los animales y la atención de los mayores. Llegamos al ruido y lo que lo provoca es algo impresionante. Un platillo volante no nos hubiera asombrado más. ¡Estábamos ante el Bravant!.
Arado Bravant

Deducimos, ante la presencia de una reja impresionantemente grande, que aquello es un arado, pero monumental, tanto, que tiene que soportarse en unas ruedas metálicas jaleosas hasta la saciedad. Esas son las causantes del ruido que nos llamó la atención. 
Salimos a la calle y, como se ha corrido por el pueblo que D. Bernardino sacaría el gran arado, hay gente en la calle mirando aquello como si fuera una procesión.
Lentamente, lentamente, llegamos a un campo que había cerca de la "Cruz de Piedra". Allí, disponen al arado para que are y vemos cómo va dejando un surco distinto en tamaño y profundidad a los que habíamos visto antes.
Pero aquello era tan lento, tan lento, que no aguanté -ante el calorazo que había- a que llegaran hasta el final de la besana. Hecho este que me ha fastidiado porque, si lento y dificultosa era la labor, el hecho de tener que darle la vuelta a aquel aparato, tenía que ser espectacular también y, la verdad, no sé cómo se hace.
Volvimos a casa con la sensación de haber presenciado algo grande, grave, majestuoso, impresionante.
Pero no hubo sólo ese hecho y, si he comenzado por él ha sido por lo original que me parecía el objeto.
Porque otro evento digno de señalar era el llevar la "trilladora" a la era.
La trilladora era un maquinón, de madera, con ruedas de hierro, marca Ajuria -porque no se me puede olvidar-, de color rojizo desvaído, lleno de ruedas y ventanas hacia su interior. Algo misterioso que se entreveía dentro del cocherón.


No es la de Begíjar, pero no era muy diferente.
También una -o varias- parejas de bueyes, enganchada cada yunta detrás de la anterior y, supongo, una cadena que acababa en la máquina. 
Se salía del corralón con mucho cuidado. Los bueyes en la calle y aún dentro de él, la máquina, el maquinón. Había que torcer a la derecha y, la verdad, la dirección era de todo, menos asistida.
Cuando se llegaba al final del "paseo" había que torcer otra vez a la derecha, y unos doscientos metros más adelante, desviarse a la izquierda para subir una rampa que llevaba a las eras.
También lento, con cuidado, gravemente, se procedía al traslado. 
Un ratazo -o dos ratazos- después, la máquina estaba en su posición. A su lado, encima de un mojoncete de obra, un motor eléctrico.
Dispuesta para la trilla
Se disponía una correa que unía la trilladora con éste y, cuando se hubieran efectuado sus conexiones, se ponía en marcha.
Ahora había ruidos variados, a cada cual más original. La correa hacía un chasquido cada vez que pasaba por el motor o por la polea de la máquina. Por las ventanas de la máquina se veían como unas maderas oscilaban para lo que quiera que fuere...Si echaban una gavilla por el sitio que fuera conveniente, se añadía una nueva rareza, un polvarín que irritaba los ojos y, si estabas mucho rato, el cuerpo, los brazos, las piernas...
Pero, todo se había hecho de una forma grave, majestuosa, imponente.

Aunque, quizás, hubiera sido más imponente aún asistir a la traída de este maquinón hasta el pueblo.
Según me han contado los tíos, la trilladora se trajo desde Vitoria por medio del ferrocarril. Llegó a la estación de Begíjar y, desde allí había que subirla hasta su destino.
Bajaron a por ella un tiro -no sé cuantas parejas- de bueyes con sus respectivos conductores y.... Rafa y Carlos.
Me imagino a los dos hermanos sentados en el pequeñísimo asiento que había encima de la "lanza", mirando al mundo desde esa altura y viendo cómo se iba superando, metro a metro, el cuestón de ida. 
No sé si les tocó en verano, pero cuenta Carlos que en su vida había visto algo más lento que eso. 
Porque si los bueyes van normalmente despacio, cuesta arriba, lo hacen aún más. 
O sea, graves, majestuosos, imponentes.