domingo, 27 de mayo de 2018

cuentos de tía Isa-1

Ayer tuve el gustazo de ir de paseo con Pily Martínez y mi madre. Estuvimos en el pantano del Cubillas, en un pinar que acaban de "entresacar" y lo han dejado como un jardín, con pájaros, rapaces, caballitos y, en fin, gustoso, de verdad gustoso.
Pues bien, estábamos los tres haciendo lo usual que es contar recuerdos placenteros y abundar en ellos.
En esto, que "las tengo" sentadas en un 'rulo' de molino de aceite, al lado de una playa con eucaliptos cual everglades y empezamos a entrar en el túnel del tiempo que es repetir el cómo Isa, la tía Isa, era capaz de rozar todos los límites de cuentos escatológicos
Me dio por reír tratando de describir la cara de sorpresa de mi hijo Rafa, chiquitín, atónito ante el cuento de tía Isa sobre el perseguido por una banda de ladrones que, tremendamente asustado, se sube a un árbol al ver que los delincuentes están próximos a cogerlo.
Los ladrones, al ver que no saben dónde está el perseguido, se disponen a comer, saca uno la sartén, hace fuego debajo del árbol donde está el pereguido y les dice a los demás: "Y...¿qué comemos?. No tengo nada que poner aquí".
De pronto, sorprendido dice "¡anda!¡si tengo aceite!".
Lo demás se acercan y ven cómo el fondo de la sartén esta cubierto de un líquido amarillento.
Se ponen a charlar, tensos y crispados, sobre lo que le harán a su perseguido en cuanto le encuentren...De pronto, uno de ellos dice: "¡anda!,¡si hay una morcilla!....
En este punto, recordábamos los paseantes cómo la tía Isa se reía de su propio cuento hasta saltársele las lágrimas. Mi hijo Rafa, Alicia y yo, también.
Y tropecientos años más tarde, en el cubillas, a la sombra de los pinos no en flor, los martínez presentes reíamos.. hasta saltársenos las lágrimas
Era lo mínimo que podíamos hacer....

martes, 15 de mayo de 2018

Las sillas son para el verano

A las fechas que estamos no cabe esperar más que dos cosas, el final de curso con todo lo que conlleva y, el calor. 
Contra lo primero no hay remedio, el tiempo avanza inexorable y, con mayor o menor fortuna, todo el mundo se ha preparado para tener los éxitos que hubieran podido estar al alcance de su mano.
Respecto al calor, respecto al calor no cabe sino huir o afrontarlo.
Lo de afrontarlo era tan obvio como lo del final de curso. Es más, en las épocas a que me voy a referir no había más alternativa que La Sierra y, aún así, había fechas en que tenía uno que estar preparado para lo peor.
Pero, pero, siempre hay algún resquicio. Por ejemplo, recordar qué se hizo el año pasado para no pasarlo tan mal. Y, empezar a buscar aquellas soluciones que parecieron funcionar.
En casa de la abuela estaba el patio. Magnífico siempre y cuando tío Rafa o alguno de los "mayores" sacara agua del pozo regara el suelo y, a eso de las siete o las ocho de la noche, empezáramos a salir apurando las sombras rotas por el sol entrando a raudales desde la puerta del patio grande.
El otro lugar que podría servir para soportar algo mejor la hora de la siesta era el portal.
Yo creo que ese lugar comenzó a usarse porque alguien dedujo que, si se abrían las cristaleras de encima de la puerta de entrada y se dejaba la puerta del patio abierta en una determinada posición. Podría, a lo mejor, no siempre, pero era posible que ocurriese que, si en el pueblo se moviera una brizna de aire, iría recorriendo el portal en su distancia mayor y, había que estar ahí para sentirla.
Estas sillas servían de asiento, andamio,
coche de juguete, murallas y, al final,
leña.
Pero, claro, no era cuestión de estar de pie, sino sentado. 
Y aquí viene el quid de esta cuestión. ¿Dónde se sentaba uno que estuviera más fresco?.
Estas sillas más finas que las otras, las
recuerdo de Begíjar.
En principio, en las sillas de anea. Esas que, cuando se rompía el culo, tío Félix las arreglaba con tablas de las cajas de "La Lechera".
Eran frescas -según decían- o, creo yo, tenían la particularidad de que la anea absorbiera humedades sudorosas pero, qué duda cabe, hicieron un papel muy importante en nuestra historia particular.
El caso es que no eran prácticas para dormir la siesta, por ejemplo, hito que constituía en sí una referencia absolutamente inolvidable.
Se acudía, entonces, a lo que llamábamos genéricamente "butacas". Y las había de todos los tipos y estilos.
butaca "de hierro"

... de aluminio.

de mimbre, muy propia de casa de las tías.









¿Qué duda cabe de que éstas eran muy prácticas?. Ninguna, por ejemplo, se podían dejar en el patio por la noche y no importaba el rigor de cualquier tormenta; aguantarían, pero, salvada esta y alguna cuestión menor no soportaban el desafío del calor. 
Es verdad que, cuando te sentabas, estaban 'frescas', pero al cabo del rato ya no. 
O sea, que había que seguir buscando.
Por ejemplo, a partir del invento del plástico, éste apareció por casa de la abuelita en forma de cuerdas para las butacas. 
Eran preciosas. Tenían unos hilillos que te marcaban el pantalón y lo que hubiera debajo y, como estaban separados, se suponía que el aire disiparía los aires calientes de fuera o de dentro... de la casa, claro.
Pero tenían un enorme problema:
Se resbalaban.
Es decir, que uno se sentaba en su sitio, centrado respecto a todos los ejes de coordenadas.
Al cabo de un rato, notabas como tenías un objeto transversal debajo de los muslos...el travesaño delantero.
Bajabas de la silla, te echabas hacia atrás y, con un movimiento ondulatorio, aunque no fuera demasiado armónico "te retrepabas"...
Y vuelta a empezar.

Total, que no había forma de sentarse a gusto. Pero, ¿estoy diciendo la verdad?
¡No!¡Ni mucho menos!.
Había que contar con las dos o tres maravillas tecnológicas que existían en nuestra vida:
¡Las hamacas!.
La primera vez que reflexioné enfrente de estos objetos me parecieron muy, pero que muy, ingeniosos.
El sistema de levantar el espaldar, por medio de un "diente de sierra" dispuesto al efecto, me pareció magnífico, ¿a quién se le había ocurrido?.
La forma de sujetar la tela, por medio de dos orejas corridas en la parte superior e inferior del dispositivo, estupendo.
 El que se pudieran doblar sobre sí mismas y ocupar un espacio mínimo, extraordinario.
Pero tenían varios defectos. Por ejemplo, había pocas -o sea, no para todos-, no cabían en el portal, con lo que había que volver a esas butacas citadas líneas arriba. Y, el principal de los defectos añadidos a su funcionalidad, pero que nos sirvió de aprendizaje moral, era que, bien porque la tela estuviera pasada, no se hubiera agarrado la traviesa en la sierra de los dientes o por lo que fuera, algún mayor se veía claramente estampado contra el suelo.
El aprendizaje era que... no te podías reir. O sea, nadie se puede reir de la desgracia ajena.

Lo que no es poco. 











domingo, 6 de mayo de 2018

Las eras de Linares

Tal día como hoy, domingo de primeros de mayo, de hace ...tantos años, estaríamos de vuelta del paseo familiar propio de la época. Me estoy refiriendo a Linares, en nuestra "casa madre" de la abuelita.

Los mayores habrían acabado su sobremesa dominical, larga y tendida, con cafés y algún licor -pero poquito- y alguien, habría dicho: "Vámonos de paseo".
Enseguida, un anuncio a la pandilla que estuviéramos en el patio. "Niños (entonces no se decía os/as), recoged las cosas que nos vamos al campo". "¿A dónde?", "A las eras".

Y allá que partíamos. Los más ansiosos, los primeros, un puñado de pequeños alrededor de los mayores que nos acompañaran y, a mí, me tocaba el difícil tema de tirar del grupo pero no lo suficiente como para que los responsables se preocuparan. Torcíamos a la derecha, un trocito de calle Marqués, después,  por la calle del tinte, del doctor, de la barriada que habían hecho en lo que hoy llamaríamos "casas unifamiliares", dejaríamos a la izquierda la casa del "millón-casa y coche" de Avecrem, cruzaríamos la carretera de Baeza y, por un callejón que se ve en la foto subiríamos hacia el campo.
Si se mira con atención se ve a la izquierda la casa de la abuelita, la calle del tinte, la del doctor, las casas a las que me refiero y a la derecha, casi abajo, la calle que subía a las eras y a éstas mismas. La foto es de 1956


Íbamos a "las eras" que, de siempre, me asombraban. En principio, como lugar era un campo empedrado, asombrosamente plano a pesar de estar enlosado con piedras rojas de la zona. También asombraba su firmeza, no había cambios de un año a otro.

Allí tenían que haberse visto en los agostos las labores propias de la trilla, pero parecía que nuestro pueblo había pasado a labores mecanizadas. 

Lo normal, era llegar y "¿qué hacemos?¿a qué jugamos?". Pues "coged flores, jugad con la pelota, al 'pillar', a lo que sea". 

Y así lo hacíamos. Rodeados de campos en los que ya apuntaban las espigas y pequeñas amapolas, atendíamos a las indicaciones de mi madre que se sabía un montón de plantas interesantes: los "novios", que era una planta que aplastabas con la mano y lanzabas al pecho del primo de al lado una especie de hojitas que se quedaban prendidas en el chaleco, u otra, más interesante que presentaba una inflorescencia de cuatro o cinco agujitas, las arrancabas, te las ponías en el pecho y empezaban a enroscarse sobre sí mismas. El núcleo de las amapolas, convenientemente manejado acababa pareciendo un penitente de semana santa. Es decir, montones de posibilidades.


Lo de jugar, al pillar, vale. También decíamos "la peste" a este juego que consistía en que uno corría detrás de los demás y, cuando tocaba a otro, era a él el que le tocaba perseguir a los demás. (Otro día hablaremos de los sorteos a efectuar para jugar a éste y otros ludismos).

Lo de la pelota estaba más difícil, primero por la calidad de las pelotas, casi siempre pinchadas y, por otro lado, la posibilidad de que rodara campo abajo con lo que no se podía chutar con ganas. 

Yo veía a mi padre, fumando mientras paseaba con su actitud contemplativa proverbial. Miraba al campo -desde allí había una buena vista sobre el hospital "de los marqueses de Linares", el asilo, y a la derecha, la fábrica de harinas "Santa Rosa" y la estación de Almería.  Aprovechaba su atención para preguntarle sobre qué era una extraña construcción de hormigón que había en una esquina de la era, así como sobre el posible final del camino que nos había llevado hasta allí.

Casi siempre tenía respuesta para todo. El hormigón "tenía que ser para algo de conducción de aguas" y el camino, el camino es... mirando hacia el horizonte, posiblemente para bajar a la estación de Baeza". Lo que no podía explicar, pero prometía enterarse y explicármelo era cómo funcionaban los "relojitos" vegetales que llevábamos en el pecho. Eso era "muy, muy curioso".

Atardecía plácidamente mientras consumíamos nuestras energías infantiles. Llegado un momento aparecía algún trozo de pan, siempre menor que el que hubíeramos deseado y, una "onza" de chocolate. "El pan se come, el chocolate se huele", nos decían y así conseguíaos que nos aguantara la pastillita marrón hasta el final del chusco.

Volvíamos en tropel, con mucho cuidado al cruzar la carretera: "Hay que mirar hacia los dos lados, por si viene un coche", nos decían (y, después, transmitiríamos idéntico mensaje a nuestros hijos). Oiríamos comentarios sobre el "bloque de la Enira" que habían hecho casi en la carretera y, llegaríamos a casa de la abuelita con el sol ya caído.

Otra excursión-aventura. Yo tenía sembrada la curiosidad de si esa carretera llegaría a la estación de Baeza y, esa sí la satisfice. Muchísimos años después, con mi Dyane, bajé por ahí. 

Lo que aún no he satisfecho es el problema de cómo y por qué se enroscan los relojitos vegetales. Si lo encuentro en Internet se lo contaré a mi padre. Seguro.