viernes, 4 de octubre de 2019

LOS PRIMOS

"Los primos" son un conjunto de personas que constituyen una realidad tan real como el paraíso. En cierta forma son parte consustancial de él.
La ventaja que tiene este concepto con respecto a un sitio geográfico concreto es que el ente primo -y por consecuencia su plural: primos- es adaptativo, móvil en el número, en el tiempo y en el espacio.
En principio -y me apunto la posibilidad de hablar así-, la primez era una consecuencia, un segundo factor porque, para que existieran primos tenía que haber algún primo primero. 
Me tocó, y juro que no hice nada por hacerlo. Es más, soy consciente que salió después de la hermanez porque así venían las cosas familiarmente.
También el que podían salir en cualquier sitio.
A ver, recapitulemos. 
Como origen geográfico está claro. Estamos hablando de Linares, porque allí estaban los elementos generadores, al menos en referencia, pero no estaban solos porque había ramas en Begíjar, por ejemplo, que no convenia soslayar.
Se empieza pues, Linares, uno, Begijar, dos, algún tiempo después, Linares, que es primo del de Begíjar, pero no del de Linares y, a partir de ahí, empiezan a surgir primos como si la reproducción fuera por esporas.
Los primos surgen de la sombra de la umbrella de los mayores. Son -somos- en principio, pequeños, pero algo chillones y tal y como se hace con los objetos de valor, se les pone en una caja para que se cuiden y desarrollen: casa de la abuelita.
Los hermanos y los primos son una manifestación insólita de un misterio común: la cigüeña.
Hay que ver el partido que se le pudo adjudicar a tan vistoso pájaro. Era, junto con los Reyes -Magos, claro- el otro gran interrogante inexplicable e inexplicado del orden del universo.
A saber, cualquiera de nosotros existía y, un buen día, de una manera mágica, llegaba un bicho pequeñito y arrugado al que había que decirle hermano. Pero, al poco tiempo te enterabas de que "la cigüeña" había traído otro minúsculo ser a otra casa.
Como era una alegría familiar, había que ir a verlo y, allí, te encontrabas lo mismo que en casa. Un "moisés", un montón de trapos y, en medio de ellos, una carilla asombrosa que gemía o lloraba.
Además, olía a algo que después perfilamos con más precisión. Olía a yogourt.
Cuando éramos pequeños no nos sacamos demasiado partido, un puñado de cochecitos alrededor de la mesa familiar del comedor de la abuela.
Pero, no mucho tiempo después, ya había con quien jugar. En el patio, por supuesto y, a medida que se incrementaba el número y las habilidades de todos y cada uno de nosotros, los juegos eran más sugerentes, hábiles y, jaleosos.
Tuvimos primos, fuimos -más bien- primos lúdicos, jaleosos, y, sin embargo, amigos. 
Fuimos juntos al cole. Yo llegué a llevar a seis de nostros hasta el colegio de Las Esclavas, en la calle Alonso Poves. La gente decía que llevara una caña como se hacía cuando sacabas pavos a pasear. 
Luego, nos acompañamos unos a otros a tareas tales como cortarnos el pelo, donde alguno de los nuestros hizo tareas de corte de la corbata del peluquero.
También a las eras, a coger "novios" o florecitas de las que salían entre las piedras y de las que cualquiera de las tías primigenias eran auténticas expertas.
A tomar vasitos pequeños de "La Casera" o "la REvoltosa", entre una pequeña frustración porque aquello no era el refresco que esperábamos.
A la Bullidera, a hacer amagos de natación gélida entre unas burbujas que salían de un fondo de arena y temblores incontrolables.
A que otros primos nos hicieran tumbar en unos trojes de semillas de yero o avena, muy gustosos, sí, pero que picaban y levantaban ronchas en la piel.
O a marchar entre pinos y helechos para llegar a merendar pan con foie-gras en una fuente que hacia agua fría sin cubitos.
O, montar en bicicleta y dar vueltas en el patio sin pillar a los otros.
Pasear por entre ruinas de ingenios mineros para asomarse a un agujero en el que se decía que se veía la luna. Y, como lo que se veía era un agujero de cielo, salías a tirarte por las terreras que era siempre mucho más divertido.
Aventuras, aventurillas y aventurazas que fueron conformando lo que hoy somos. Un pandillón magnífico de gente más que apañá y que disfrutamos cuando nos vemos.
Pues eso: primos.





lunes, 24 de junio de 2019

Asomarse al Hondo Peñalcón

Esta era una de las excursiones más exóticas que pudieran hacerse por nuestros andares paradisíacos.
Tenía que ser por la tarde, creo que para tener el sol de espaldas y así poder vislumbrar los misterios de aquel "hoyo" gigantesco. Solía ser multitudinaria porque si bien era considerada peligrosa no lo era en modo alguno difícil. Había, pues, que atender a las indicaciones de los mayores y sólo eso.
Subíamos hasta la casa de los Calarejos. Si a alguien se le terciaba subir por el "laberinto", pues por ahí, pero las personas formales y los muy pequeños lo hacían por el carril casero hasta llegar a la bifurcación en la "Era del boquerón".
La casa a la izquierda, el carril que viene de arriba ha atravesado la falda de subida a la era del boquerón.
A la derecha, el "hueco" por el que e bajaba al Hondo.
Esta era una excursión de alturas. Es decir, el núcleo principal de la misma -aparte de la estética de los paisajes- era la admiración del "hondo", porque era hondo. A saber, el "Quinto Pino", está a 1312 m s.n.m. (en Alicante, como decían los expertos). Subiendo por el carril de ida hacia la casa se llegaba al "puertecito" que facilitaba la bajada hacia el Hondo, que estaba a 1373 m. O sea, se habían subido 60 metros en vertical.
Pues bien, tirábamos  hacia la derecha y  haciendo una "s" se iba subiendo poco a poco hasta los pinazos que había delante de la casa forestal, que está a 1421 m. O sea, alrededor de 50 metros de altura desde el "puerto"

Continuación de la vista. Estamos encima de la casa de los Calarejos. A la derecha está el calar que da vista al Hondo.
Reunión de todo el grupo y a partir de ahí se establecía una cierta improvisación. ¿por dónde tirar?, pues... por ahí, o por allí.
En realidad daba igual, yendo hacia el este, fuera cual fuera la inclinación de la trayectoria se llegaría al borde del precipicio.
No había mucha cuesta, La zona más alta llegabaa 1468 m, aproximadamente y, claro, no estabas en el borde porque éste estaba más....abajo, unos 30 metros en vertical.
Y, claro. Desde ahí se veía la magnitud del hondo, el cerrico de las mentiras al fondo (donde decíamos "eso ya es Albacete", con un cierto deprecio -no era nuestro-) y, el fondo, el fondo próximo, ese riachuelo al que llegábamos después de haber pasado por la fuente, justo debajo del cortado, está a 1100 metros. O sea, cuatrocientos metros de ¡porrazo!.
Con razón nos advertían los mayores que tuviéramos cuidado. Además, en una ocasión nos dijeron que no sólo era que nos mataríamos si cayéramos, sino que sería muy difícil encontrar nuestros restos.
Y la verdad, eso que nos desparramáramos -nos esfaratáramos- y fuera dificil ir a por nosotros, me servía bastante para no acercarme más allá de....donde nos dejaran.

A la vuelta, subiríamos los 20 ó 30 metros hasta la cota máxima y, desde ahí, hasta la casa, no había problema. Todo era cuesta abajo.


miércoles, 20 de marzo de 2019

Los cazadores de la pradera


 Los cazadores de la pradera

El cazador de la familia, el gran cazador, era el tío Josemari Díez del Corral. Era conocido su afán cinegético en Linares y yo recuerdo verlo rellenar cartuchos en la cocherita -de motos- que había en el portal de Marqués 20.

Estábamos en la sierra y, un día, apareció el tío Jose con su moto. Una magnífica Derbi 250, grande, ruidosa y muy moderna. Recuerdo detalles de ella tales como que tenía lucecitas para indicar en qué marcha estaba la caja de cambios, que tenía un asiento encima del guardabarros trasero, para el acompañante y que, con ella, me llevó alguna vez de una casa a otra.

Pues bien, apareció en la sierra, lo cual me asombró. ¡Estábamos lejisísimos de Linares!.¿Se podía venir en moto?....

Y trajo una sorpresa extraordinaria. Una escopeta, de dos cañones, pero de calibre pequeño.... para los niños. La sacó de su estuche, en medio de la caterva de primos que conformábamos aquella avanzadilla de la civilización en los bosques serranos.

Poco menos que tenía que haber dicho ¡Tachán!....y hete aquí que se vio rodeado de un montón de caras, caritas, de asombro. ¡No importa!. Él siguió con su discurso. ¡Os voy a enseñar a cazar!.... Caras casi iguales. 


Yo creo que era un objeto absolutamente inesperado. Lejísimos, al menos en lo que a mí respecta, de cualquier ilusión formada o esperanza. Era, eso, una escopeta.

Nada, no hay problema, al cabo de un rato -o al día siguiente, no recuerdo bien-, salimos andando los Flores Martínez y los DidelCo Martinez, por medio del campo de fútbol hacia el carril que lleva a la fuente fresca. De pronto, ¡un pájaro!, ¿dónde?, !ahí, en ese pino!. ¡Todos detrás de mí!, ¡Silencio!....

El tío Jose carga la escopeta y viendo la pandilla acompañante se dirige a mí. "Bueno, como eres el mayor, supongo que te corresponde empezar".

Me da la escopeta, me la pone bien encarada y dice "apunta".

Yo, "¿a donde?".

- "¿no lo ves?, el pájaro está lo alto del pino que tienes delante..."

No veo nada, pero como aquello parece que hay que hacerlo, pues se hace. Tiro de la cola del gatillo y sale un ruido ensordecedor.

Una sombra pequeñita cae a través del árbol hasta el suelo. ¡Tocado!.

El tío Jose, coge el pájaro y con una cara entusiasmante nos lo enseña. "¡Ya habéis empezado a cazar!.

Tuvo que ver a su alrededor las caras que aparecen en la foto, porque creo recordar que no hubo ni un sólo tiro más.
  

domingo, 17 de marzo de 2019

Las sensaciones

Hablar de las sensaciones en un blog abierto es, lo reconozco, un tanto -bastante- arriesgado. Es más, quizá no sea correcto el título porque, necesariamente, no podré abarcar sentimientos generalizados. Será, pues, un relato sobre el recuerdo de mis sensaciones acerca del paraíso.

La primera, más nítida y alta que las demás, nacía en el momento en que nos anunciaban que íbamos a ir a la Sierra.

Empezaba la felicidad y, por otra parte, el ansia de pasar el tiempo lo más deprisa posible para consumir el que estorbaba entre el anuncio y la realidad. Era cuestión de ir asomándome a todos los rincones donde sabía que se guardaban materiales necesarios para ir a la sierra. 

Ver cómo tío Félix preparaba sus herramientas, se compraban barrenas nuevas para poder hacer mejor los agujeros de las patas de las sillas, allí donde se encajarían los travesaños. Limas, clavos, los martillos -de bola y de orejas-, en fin, útiles para facilitar la vida.

También el regusto de recordar el sabor inconfundible de "la Lechera", del año pasado porque... en el portal había una caja de madera, pesadísima, que tenía inscripciones orientadoras. 

El máximo llegaba con la llegada del camión a la casa. Si yo tenía, en la primera excursión con "uso de razón", seis años, tenía que ver qué podía llevar yo desde el portal hasta el camión. Esperar que alguien te cogiera tu pequeño paquete porque yo no llegaba a la caja. Daba igual la eficacia, el caso era aportar algo para que la hora de salida se adelantara todo lo posible. ¡Nos vamos! y ¡a ser posible, ya!.

Noche misteriosa, acurrucado encima de un colchón y entre alguno de los tíos y tías. Mal dormir hasta llegar a Chile, donde hay una detención, mirar a los lados para ver cómo me escapo a acompañar a los conductores y a tío Rafa que han ido a tomar café. 

Luego, al llegar a las primeras curvas, ya por encima de Siles, el encanto del ruido del camión -y sus ecos- con los pinos y rocas de la subida hacia la Navilla. 

La meseta es una prolongación del ansia. Espero, eso, sensación de espera, satisfecha en una suavísima curva a izquierda que culmina en un pequeño cambio de rasante. 

Cuesta abajo. Camino peor por la escorrentía de las aguas. ¡1 km hasta la curva a derechas que nos mete en la finca!. Curva difícil que sigue retorciéndose a derechas hasta la siguiente, fuerte, a izquierdas. Bamboleos  y golpes del camión con las ramas bajas. ¡que llegamos!¡que llegamos!.

xcientos metros más. Curva a derechas y creo que la sensación de triunfo más grande que se puede sentir. ¡Hemos llegado!. ¡La casa está ahí, que no se la han llevado!.

Cuando bajabas o te bajaban al suelo, henchido de felicidad, no sabías hacia dónde tirar. ¿a los tornajos?¿hacia el nogal?¿hacia el quinto pino?. Yo creo que te quedabas parado hasta que estorbabas a alguien y te apartaban. Anda coge algo, ¡ayuda! y, ¿cómo no?, volvías a llevar aunque fuera sólo un paquete pequeño de latas de anchoas.

Después, asentados ya, venía el disfrute. El olor de los pinos, el murmullo que hacía el viento en ellas, las chicharras omnipresentes, los árboles lejanos, el ruido característico del árbol de los ciegos -los chopos-, y también, la observación -ya son imágenes, pues- de los otros y qué hacían estos.

Día a día, la temporada iba fabricando sensaciones variopintas. Ahora me pregunto cómo era posible que tratáramos de hacerle contar cuentos a tía Isa, ¡con los que nos moríamos de miedo!. 

Es más, en este momento tengo el recuerdo vívido de la sensación tan extraña que me provocaba el de Pulgarcito. Es decir, lo oía. Subía y bajaba en mí la aprensión del miedo del protagonista, de la admiración -otra sensación, esta vez positiva- hacia su sagacidad. Después, el asombro ante su valor. Más tarde, pasado el nudo, la espera del desenlace feliz.

Pero, ¡es que recuerdo más!. Mi asombro, mi profundo asombro de que en aquél ambiente familiar tan feliz y completo, pudieran contarnos el cómo una familia se deshacía de sus hijos. ¿Era posible eso?. O, ¿era posible que existiera tal grado de pobreza como para tener que hacerlo?. Mi curiosidad, fija y constante conseguía más preguntas que respuestas. Pero, con todo, ese cuento no me gustaba. Me parecía inmoral. Lo soportaba porque tenía el atractivo de sentir con el grupillo de infantes la subida y bajada de miedos, tristeza, ansiedades y posterior felicidad que tan maravillosamente bien nos comunicaba tía Isa.

Y, si hablo del miedo, ésta era una sensación existente y que había que combatir. Bastaba para que se te hubiera olvidado cambiarle el agua al canario y que se te pasara la hora de luz.

De noche, de noche cerrada, había que salir al campo. Y, claro, no era cuestión de hacerlo en la puerta. Por lo menos había que ir hasta el extremo de la baranda de acacias que teníamos enfrente. Tira hacia la derecha, hacia la curva de la carretera. Ibas deprisa, bajándote la goma de los pantaloncillos. Llegabas, apuntabas, apretabas fuerte hasta que, compruebas que las sombras oscuras oscuras de los pinos que tienes enfrente te dicen que son los de siempre, tus amigos durante el día. Un poco más lejos, el ruido de los chopos te dicen lo mismo y entonces desaparece el miedo y, te haces mayor. Vuelves despacio, mirando hacia los calarejos, hacia el quinto pino. A partir de ahí no importará el olvido, eres mayor. Dominas el miedo.

Bueno, no del todo porque en un día que volvíamos de la Fresndilla bastante tarde, ya atardecido, iba el primero de la fila y los mayores me gritaron que tuviera cuidado. Sólo eso. Subí la cuesta desde la Almoteja y llegué a las asperillas. Las crucé, pero, en medio de las mismas, había un saliente que caía en pendiente peligrosa hacia la peña del aire y el cortijo de abajo. Me paré allí escudriñando la grisez del paisaje. De pronto, unos ruidos en la maleza, debajo de mí me pusieron con la piel de gallina. ¿Serían lobos?. No, mi padre decía que nuestros jaleos los ahuyentaban. ¿Serían zorros?. Pues...pues, no. Eran tío Pepe o tío Rafa que estaban escondidos para asustarme, así que me puse a llamarlos. "Os he oído, sé que estáis ahí para asustarme...jeje". 


Asperillas vista desde el Sur.
Al cabo de un rato, oigo voces y ruido de marcha de la panda que viene y que me está llamando. Me relajo algo, porque los ruidos habían continuado si bien habían ido disminuyendo en intensidad. Aprovecho que vienen los tíos mencionados y les pregunto el por qué me han asustado. No me dicen nada y miran hacia abajo. "Habrá sido algún animal" y, menos mal que me concedí el beneficio de la duda porque, en realidad, fue entonces cuando me entró miedo de verdad.

La sensación menos agradable de entre todas las sentidas era la final. La de la tristeza cuando se acercaba el final de la temporada. Nacía cuando ya habíamos pasado las sensaciones de susto y de admiración ante las tormentas de final de agosto. Quería decir aquello que se acababa. Que había que pasar por la frustración de no tener un sitio parecido en las cercanías de Linares y, más globalmente, que había que hacerse sitio para que empezara la ilusión de que, el año que viene, otra vez.




El balneario de las Anchuricas

A medida que uno se iba haciendo mayor aumentaba el grado de curiosidad que tenía por las cosas. Así, yendo a jugar a la arena, paseando por la chopera o de paseo a la Fuente Fresca, me plantee muchas cosas. Por ejemplo, ¿cómo era posible que aquello existiera allí? 

Y no me refería al sitio. Eso estaba "claro", la naturaleza existía, los pinos venían de los piñones, las piedrs de quien sabe qué, pero, ¿y las casas?¿y la capilla?

Me refería, lógicamente, al "Cortijo de Arriba" ya que tenía claro que era la 'casa madre' de la zona. ¿Quién puso aquello allí?¿los abuelos? y, ¿por qué allí y no en otro sitio?

Así que, enfermo de curiosidad, acudí a los médicos, los mayores.

¿Quién hizo el "Cortijo de Arriba?, le pregunté, creo que a mi madre.

¡Ah!, pues eso es que era un "Balneario".

Y, si la curiosidad me movió a la pregunta, más curiosidad con la respuesta. ¿Balneario?, ¡Pero si no hay, casi, agua!.

Y, seguí preguntando a unos y a otros, obteniendo, siempre, respuestas difusas, ."... pues sí", "parece ser"..

Hasta que ¿cómo no?, acudí al explorador número uno de la panda. Al tío Rafa. 

Él me contestó que algo así le habían dicho y que los "baños" estaban por debajo de la Fuente Fresca así, que allá fuimos.

Y era un camino difícil, zarzas por encima de la cabeza, terreno suelto y, por la hierba del suelo, no sabías nunca donde pisabas pero, puestos a bajar, bajamos.

Cruzamos un arroyo -seco- y nos ceñimos a la ladera de la derecha, pinos bajos y más terreno suelto, piedras redondas que no cantos rodados, con pinocha y, de pronto, aparecieron dos estructuras de casas que por estar hechas de argamasa y piedras de la zona, resultaban ser blancas, pero, sólo estaba la caja de la casa, con los muros medio caídos. Pero estaban. 

Y ya que teníamos las casas, ¿dónde estaban los baños?, pues a buscarlos. Dimos vueltas por arriba y por abajo a esas casitas, no había señal de conducción de agua ni tampoco de alberca alguna. Nada, dos ruinas y nada más. 

Creo que ahí aprendí a deducir.... si esto eran los baños, el agua la tenían que traer desde la fuente fresca, y la gente venía aquí desde la zona 'principal' que era el cortijo de arriba, ¿por dónde?, por el camino que pasa por el huerto. 

Bueno, pues ya teníamos una estructura de pensamiento. Un "constructo" creo que le llaman ahora pero, más bien y por la poca concreción que conseguimos era un imaginario colectivo, de dos sujetos. Pero teníamos algo.

Cuando nos insertamos en la panda, presumimos: "¿De dónde venís?", "De ver el balneario". 

Y, allí aprendí la primera manifestación del escepticismos: "¡Anda ya!".
Visión cenital -hasta nueva confección del diagrama- de los lugares ligados al balneario.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Con la pizarra a la espalda

Mi recuerdo es extraordinariamente vívido, sensorial, agradable y cálido como son las memorias que empiezan y acaban bien. 
Se trata de Linares, de mi padre y de su Instituto.
Vivíamos en la calle Marqués, número 20, en un piso que mi abuelo había comprado a la compañía de tranvías y cuya terraza posterior daba a unos tejados con gatos y, al fondo, las ventanas de una de las clases del Instituto del que mi padre era el Director.
En una tarde cualquiera de cualquier día de un curso académico, mi padre me invita a acompañarlo.
Salgo con él a la calle, doblamos la primera esquina a la izquierda y, al final de la calle Yanguas Messia, otra vez a la izquierda, en la calle Pontón.
Entramos en lo que hoy son los Juzgados, pero antes era el Instituto "de mi padre".
La "manzana" donde vivíamos.
En primer plano, la calle Marqués y, al fondo, con una lucerna en el centro,
el antiguo Instituto de Linares
.

Subimos al primer piso y en una clase amplia, moderna, con unos grandes ventanales desde los que se ve la terraza posterior de mi casa, mi padre me da unos trozos de tiza para que garabatee en la pizarra.
Pero él empieza, con una sistemática envidiable y acompañado de grandes reglas, compases de tiza y unas plantillas, a hacer un "esquema eléctrico".
Las líneas son de diferentes colores, los ángulos que forman entre ellas, perfectos, las iniciales que indican qué objeto hay en el circuito, están trazadas con maestría.
Yo ya no hago garabatos. Observo lo que está haciendo y, desde entonces, con franca envidia. 
Después de un gran rato hay en la izquierda de la pizarra un dibujo magnífico. El resto queda vacío. Supongo ahora, con un cierto conocimiento de causa, que dejado exprofeso para  la explicación del día siguiente.
Hasta ahí nada anormal, salvo la calidad y el cuidado en la ejecución de un trabajo.
Al día siguiente, por la tarde, veo a mi madre increpar a mi padre.
"Pero, ¡Nicolás!, ¿qué has hecho?".
Y, a la vez que esa frase, dicha más con interés que enfado, veo que le da unos golpes a mi padre en la espalda.
Sale polvo y en un momento determinado, entre golpe y golpe, veo cómo se va desdibujando el dibujo que hizo ayer y que se ha traído pegado a la espalda, en su chaqueta azul.
No fue una sola vez.




viernes, 8 de febrero de 2019

Instancias y concesiones

(8 de Febrero de 2019) (En FB "Martínez")

Hoy es viernes y, como tal, me ha tocado la experiencia -continuada y sempiterna- de convivir con las niñas de la familia.
Como siempre y, por los siglos de los siglos, amén, lo he pasado bien y he tratado de que lo pasáramos bien.
Por ello, hemos hablado de la familia, pero hemos ido derivando hacia un espectro marrón que, en cierta forma, me da pudor reflejar aquí. Digamos que ha sido un aspecto coyuntural, pero congruente con varias circunstancias. No me arrepiento del mismo.
Sin embargo, me ha quedado lo mejor.
También, como casi siempre, hemos mencionado anécdotas que tienen que ver con mi padre y, como en la reunión se me ha olvidado una, la digo aquí, para goce -espero- de tirios y troyanos.
Resulta que un día me encontré -hace ya algunos, demasiados, años- con la señora o señorita que fue secretaria de mi padre en la delegación de educación.
Me contó algo que se me quedó clavado pero, mejor que relatar lo que me dijo -que lo expondré después-, atengámonos a la anécdota.
Un señor, de cualquier lugar de La Vega de Granada, llega a la Delegación de Educación, de cuando estaba en la calle Duquesa. Cruza el "patio" y se dirige a cualquiera de los funcionarios que están en el mostrador: "mire usted, soy de Gabia, tengo un niño, que tiene 13 años, que ha estado con su madre.... y patatín y patatán.
El funcionario, o no lo entiende, o no alcanza a poder contestarle. Lo envía a otro colega.
Al cabo de un rato, el otro colega, lo envía a otro hasta que, por fin, uno de ellos dice: 'Este es un tema de D.Nicolás".
Y allá que lo envían. subiendo al primer piso, en la esquina de la derecha, por las escaleras normales.
El tal señor, de cualquier lugar de la Vega de Granada, llega a D. Nicolás y le explica su tema.
El tal señor, D.Nicolás, mi padre -nuestro padre-, lo oye y con su supermagnífica letra escribe: "fulano de tal, mayor de edad, con domicilio en... y d.n.i. tal, expone que.....y .... suplica a V.I. que....".
Hasta aquí normal, dentro de la praxis profesional del padre, pero, lo más gracioso y ahora estoy contando lo que decía la secretaria es que ella tenía que transcribir a máquina una petición hecha, con una letra característica a tope, y la concesión de la petición, con la misma letra.
"Esta Delegación, ha tenido a bien considerar su petición y, en virtud del Decreto número tal.... y tal... y cual, otorga una moratoria al plazo de matrícula para que...".
Ella -la secretaria- presumía de que era el único caso en que un señor, identificado con su letra, instaba a otro señor que, con la misma letra, otorgaba.
Vamos, decía, ni en la casa real ni en ninguna otra casa del mundo.
Para mí, magnífico.

miércoles, 6 de febrero de 2019

Gallinas en la cuadra


Gallinas en la cuadra…

El  tío Félix, era un personaje inolvidable. Siempre, bueno, casi siempre, estaba en casa de la abuelita, sentado en un

sillón, debajo del tragaluz o al fondo del comedor, cerca de la ventana del patio. En sus manos el periódico "Jaén" y, por supuesto, un pitillo, "Celtas", por favor, en los labios.

¿Edad?, para mí, indefinible. Mayor, porque era el mayor de los hermanos y, por tanto, obligado a ser el mayor de todos ellos, salvo los abuelos.

Se encargaba de "Begíjar" y allí iba de vez en cuando a hacer algo que tenía que ver con... Begíjar, pero nunca llegábamos a saber qué.

      Podíamos suponer que hacía lo mismo que tío Bernardino, es decir, "el campo" y, en el campo... pues lo que fuese. Tanto ni de uno ni de otro me enteré en qué consistía ese trabajo.

Pero, por distintos aconteceres familiares, pareció conveniente buscarle una labor en las cercanías de la casa madre.

Se decidió poner en la cuadra un montón de gallinas... es que no sé si decir que esto era una piara, punta, o ¿qué?  Para mí, desde siempre, fueron un montón de gallinas.


          Que además, cuando todas las gallinas del campo, o eran negras o eran así, de color más o menos amarronado, aquellas eran raras: blancas. Todas iguales, parecían hechas con una estampilla y, después de muchos preparativos, llegaron a llenar la "cuadra" del fondo del "patio grande".

Se había preparado una puerta grande, hecha, en parte, de trozos de puertas o, al menos, con algún remiendo para la que daba al patio y, separando la cuadra de la "cocinilla", una puerta más pequeña que era la que se utilizaba normalmente.

Junto a la recepción de las gallinas llegaron también unos aditamentos pintorescos.

         El grande era una especie de armario, como el que acompaño en el dibujo.
El gallinero metálico, de puertas 'automáticas' para encerrar la gallina,
tener que ir a recuperarla y apuntar el número de 'ponedora' en una librera

        Era -ya me enteré- de "chapa galvanizada"... para "que no se oxide" y en los agujeros que se muestran, había dos trampillas semicirculares, con un agujero cada una, que por medio de un procedimiento ingenioso, podían tener la puerta abierta, caso de no haber gallina y cerrada, caso de haberla.

Unos comederos como parte complementarias y... una bolsa con un montón de chapitas con un número cada una.

Estas chapitas tenían unas láminas que, cogiendo cada una de las gallinas en brazos y sujetando un ala como pudieras, las introducías entre los cañones de las plumas y, al cerrar las chapas quedaban adheridas al ala. O bien, como después me demostró Enrique Martínez Cobo, con unos cordoncillos supongo que biodegradables, porque nunca aparecieron en la sopa que nos hicieran con las gallinas.

            O sea, un dni "gallinil".

Pero, ¿para qué tanta historia?.

Pues para identificarlas. A saber, venías del cole y te acercabas a la cuadra. Allí, veías como tío Félix estaba frente al gallinero de chapa. Bastantes agujeros "cerrados" por sus trampillas correspondientes. El tío abría uno empujando con la mano en la que, casi inmediatamente, aparecía una gallina tratando de aletear. Se fijaba en el número, soltaba la gallina y, en una libreta adecuada, apuntaba el número. En el fondo del agujero.. un huevo.

Así una y otra vez hasta que quedaban todos los agujeros abiertos, preparados para acoger a las visitantes siguientes.

Resultado, una cesta -de alambre, de forma casi esférica y con asa- llena de huevos, que iban a parar a la alacena que había enfrente de la puerta de la cocina. La libreta guardaba el número de las trabajadoras y, por el momento, esta exótica labor, estaba terminada.

Así una vez y otra.

Cuando nos fuimos dando cuenta de que se trataba, intentábamos de ayudar en lo que se podía.

Si el tío Félix estaba en Begíjar acompañábamos a la abuelita a hacer la labor relatada. La primera vez impresionaba coger la gallina, la segunda y siguientes, no, pero, siempre, el problema residía en los pies....porque nadie había previsto que las gallinas depusieran ordenada y limpiamente en algún sitio. O sea, que, de mierda, hasta los tobillos. ¡Y eran los zapatos con los que tenías que ir al cole!. O sea... que había que limpiarlos como pudieras.

Lo del número dichoso era peculiar. No acababas de ver su sentido... hasta que, al cabo de varias semanas, te encontrabas con tío Félix o la abuelita, 'punteando' -diríamos ahora- los números de la libreta.
... la número 57, no ha puesto nada, la 131, tampoco, y la.... tampoco.

Pues, ¡ale! a cazarlas.

Es decir -y ahora sí que te llenabas de mierda-, se trataba de ir a la cuadra, andar por en medio de las gallinas, mirando su número... veías a la 57, ibas a por ella, ¡co...!, la que he cogido no es, vuelta a mirar, crees ver a la 131, ¡vaya!,¡la cogí!.... y así, hasta acabar la lista. Normalmente, dos, lo más, tres...

Y, cogidas por el comienzo de sus alas, las llevabas a la cocina.
Si en los próximos días era domingo o alguna fiesta, no era extraño ver una sopa con sabor especial...

Aprendimos bastante con las gallinas. No sólo a comer huevos, tortillas y demás, que era obvio, sino que, como se producían muchos, se vendían a las vecinas. Así, llamaban a la puerta. Abrías. Una señora que no conocías en principio, te decía, "chico, por favor, una docena de huevos". Ibas a la alacena, contabas los huevos, los ponías en la cesta que la señora te había facilitado y, cobrabas lo que correspondiera. Veías fácticamente la eficacia de las matemáticas que te había hecho estudiar la "hermana" San Luis, dabas la "vuelta", si correspondía y... ya estaba explicado para qué las gallinas, para qué la trampilla, para qué la libreta, para qué la cesta de huevos, para qué la alacena y para qué servía sumar... y restar.

Bueno pues, diréis, si yo sabía hacer -y conmigo algunos de los hermanos y primos- tales labores, aún no me explico cómo me estuvieron tomando el pelo, tanto tiempo, con los "huevos de pascua". O sea que, por lo que a mí respecta, podría ser hábil, pero, también, algo tontorrón.
Nunca coincidí con el momento en que alguien pintara los huevos. Me imagino que, en un principio, lo harían las tías -Teresa e Isa- o, alguno de los demás. Más tarde, creo que mi hermano Pablo también los pintó.

Pero yo no. Y, por eso, me tuve que tragar durante mucho tiempo que, en épocas de Pascua... las gallinas ponían los huevos de colores.

Llegábamos a merendar y nos daban "hornazos" que, bonitos, eran, y... había que comérselos, aunque tuvieran dos problemas... uno, que la masa, a veces, estaba excesivamente 'pesada' y otro.... que, los huevos cocidos son muy ricos... si no fueran porque la yema cocida... no nos gustaba a los chiquillos.