domingo, 17 de marzo de 2019

Las sensaciones

Hablar de las sensaciones en un blog abierto es, lo reconozco, un tanto -bastante- arriesgado. Es más, quizá no sea correcto el título porque, necesariamente, no podré abarcar sentimientos generalizados. Será, pues, un relato sobre el recuerdo de mis sensaciones acerca del paraíso.

La primera, más nítida y alta que las demás, nacía en el momento en que nos anunciaban que íbamos a ir a la Sierra.

Empezaba la felicidad y, por otra parte, el ansia de pasar el tiempo lo más deprisa posible para consumir el que estorbaba entre el anuncio y la realidad. Era cuestión de ir asomándome a todos los rincones donde sabía que se guardaban materiales necesarios para ir a la sierra. 

Ver cómo tío Félix preparaba sus herramientas, se compraban barrenas nuevas para poder hacer mejor los agujeros de las patas de las sillas, allí donde se encajarían los travesaños. Limas, clavos, los martillos -de bola y de orejas-, en fin, útiles para facilitar la vida.

También el regusto de recordar el sabor inconfundible de "la Lechera", del año pasado porque... en el portal había una caja de madera, pesadísima, que tenía inscripciones orientadoras. 

El máximo llegaba con la llegada del camión a la casa. Si yo tenía, en la primera excursión con "uso de razón", seis años, tenía que ver qué podía llevar yo desde el portal hasta el camión. Esperar que alguien te cogiera tu pequeño paquete porque yo no llegaba a la caja. Daba igual la eficacia, el caso era aportar algo para que la hora de salida se adelantara todo lo posible. ¡Nos vamos! y ¡a ser posible, ya!.

Noche misteriosa, acurrucado encima de un colchón y entre alguno de los tíos y tías. Mal dormir hasta llegar a Chile, donde hay una detención, mirar a los lados para ver cómo me escapo a acompañar a los conductores y a tío Rafa que han ido a tomar café. 

Luego, al llegar a las primeras curvas, ya por encima de Siles, el encanto del ruido del camión -y sus ecos- con los pinos y rocas de la subida hacia la Navilla. 

La meseta es una prolongación del ansia. Espero, eso, sensación de espera, satisfecha en una suavísima curva a izquierda que culmina en un pequeño cambio de rasante. 

Cuesta abajo. Camino peor por la escorrentía de las aguas. ¡1 km hasta la curva a derechas que nos mete en la finca!. Curva difícil que sigue retorciéndose a derechas hasta la siguiente, fuerte, a izquierdas. Bamboleos  y golpes del camión con las ramas bajas. ¡que llegamos!¡que llegamos!.

xcientos metros más. Curva a derechas y creo que la sensación de triunfo más grande que se puede sentir. ¡Hemos llegado!. ¡La casa está ahí, que no se la han llevado!.

Cuando bajabas o te bajaban al suelo, henchido de felicidad, no sabías hacia dónde tirar. ¿a los tornajos?¿hacia el nogal?¿hacia el quinto pino?. Yo creo que te quedabas parado hasta que estorbabas a alguien y te apartaban. Anda coge algo, ¡ayuda! y, ¿cómo no?, volvías a llevar aunque fuera sólo un paquete pequeño de latas de anchoas.

Después, asentados ya, venía el disfrute. El olor de los pinos, el murmullo que hacía el viento en ellas, las chicharras omnipresentes, los árboles lejanos, el ruido característico del árbol de los ciegos -los chopos-, y también, la observación -ya son imágenes, pues- de los otros y qué hacían estos.

Día a día, la temporada iba fabricando sensaciones variopintas. Ahora me pregunto cómo era posible que tratáramos de hacerle contar cuentos a tía Isa, ¡con los que nos moríamos de miedo!. 

Es más, en este momento tengo el recuerdo vívido de la sensación tan extraña que me provocaba el de Pulgarcito. Es decir, lo oía. Subía y bajaba en mí la aprensión del miedo del protagonista, de la admiración -otra sensación, esta vez positiva- hacia su sagacidad. Después, el asombro ante su valor. Más tarde, pasado el nudo, la espera del desenlace feliz.

Pero, ¡es que recuerdo más!. Mi asombro, mi profundo asombro de que en aquél ambiente familiar tan feliz y completo, pudieran contarnos el cómo una familia se deshacía de sus hijos. ¿Era posible eso?. O, ¿era posible que existiera tal grado de pobreza como para tener que hacerlo?. Mi curiosidad, fija y constante conseguía más preguntas que respuestas. Pero, con todo, ese cuento no me gustaba. Me parecía inmoral. Lo soportaba porque tenía el atractivo de sentir con el grupillo de infantes la subida y bajada de miedos, tristeza, ansiedades y posterior felicidad que tan maravillosamente bien nos comunicaba tía Isa.

Y, si hablo del miedo, ésta era una sensación existente y que había que combatir. Bastaba para que se te hubiera olvidado cambiarle el agua al canario y que se te pasara la hora de luz.

De noche, de noche cerrada, había que salir al campo. Y, claro, no era cuestión de hacerlo en la puerta. Por lo menos había que ir hasta el extremo de la baranda de acacias que teníamos enfrente. Tira hacia la derecha, hacia la curva de la carretera. Ibas deprisa, bajándote la goma de los pantaloncillos. Llegabas, apuntabas, apretabas fuerte hasta que, compruebas que las sombras oscuras oscuras de los pinos que tienes enfrente te dicen que son los de siempre, tus amigos durante el día. Un poco más lejos, el ruido de los chopos te dicen lo mismo y entonces desaparece el miedo y, te haces mayor. Vuelves despacio, mirando hacia los calarejos, hacia el quinto pino. A partir de ahí no importará el olvido, eres mayor. Dominas el miedo.

Bueno, no del todo porque en un día que volvíamos de la Fresndilla bastante tarde, ya atardecido, iba el primero de la fila y los mayores me gritaron que tuviera cuidado. Sólo eso. Subí la cuesta desde la Almoteja y llegué a las asperillas. Las crucé, pero, en medio de las mismas, había un saliente que caía en pendiente peligrosa hacia la peña del aire y el cortijo de abajo. Me paré allí escudriñando la grisez del paisaje. De pronto, unos ruidos en la maleza, debajo de mí me pusieron con la piel de gallina. ¿Serían lobos?. No, mi padre decía que nuestros jaleos los ahuyentaban. ¿Serían zorros?. Pues...pues, no. Eran tío Pepe o tío Rafa que estaban escondidos para asustarme, así que me puse a llamarlos. "Os he oído, sé que estáis ahí para asustarme...jeje". 


Asperillas vista desde el Sur.
Al cabo de un rato, oigo voces y ruido de marcha de la panda que viene y que me está llamando. Me relajo algo, porque los ruidos habían continuado si bien habían ido disminuyendo en intensidad. Aprovecho que vienen los tíos mencionados y les pregunto el por qué me han asustado. No me dicen nada y miran hacia abajo. "Habrá sido algún animal" y, menos mal que me concedí el beneficio de la duda porque, en realidad, fue entonces cuando me entró miedo de verdad.

La sensación menos agradable de entre todas las sentidas era la final. La de la tristeza cuando se acercaba el final de la temporada. Nacía cuando ya habíamos pasado las sensaciones de susto y de admiración ante las tormentas de final de agosto. Quería decir aquello que se acababa. Que había que pasar por la frustración de no tener un sitio parecido en las cercanías de Linares y, más globalmente, que había que hacerse sitio para que empezara la ilusión de que, el año que viene, otra vez.




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