martes, 9 de diciembre de 2008

Lo importante es contar la existencia de los padres


Para ello tendré que retrotraerme ¡toma ya! a mis primeros recuerdos. Como no los tengo ahora en vivo, tendré que referirme a lo que recuerdo que alguna vez recordé. Así, por ejemplo, la escalera de casa (marqués 20, 1º) de Linares, era bastante fácil para alguien que tuviera las piernas cortillas y, en seguida, podíamos bajarlas o subirlas. El portal era largo y la zona del final, delante de la puerta de Carmina y Jose Mari, había un gran espacio de suelo.

Inmediatamente a la izquierda de la entrada de la calle había un cubículo sobre el que recuerdo que guardaría –más tarde- el tío Jose Mari, sus motos: dos Derbi 250 y una “Royald Enfield” negra, antigua, que era una preciosidad. Además, en un banco de trabajo rellenaba los cartuchos de pólvora, cartón y plomillos (perdigones) para ir de caza.

Enfrente de la puerta de casa de Carmina había otro cuarto, más grande que el citado, más húmedo y más oscuro aún a pesar de que tenía una especie de ventanucos elípticos o elipsoidales –que tanto da. Este hábitat cumplía a la perfección su papel de “cochera” de la magnífica carroza que tenían para pasearme y que duró –que yo recuerde- hasta Paci. Tenía un escalón porque el suelo estaba más abajo y, estoy dejándolo para el final, cumplía extraordinariamente con el papel máximo coercitivo de ser “el cuarto de las ratas”. Así, pues, si alguien se portaba mal, corría grandes peligros de no salir… aunque tan sólo una vez –creo recordar— se utilizó como tal.

Al llegar al primer piso, en mitad del descansillo había una puerta de dos hojas, delgada y estrecha que no daba mucha seguridad. (Tanto que se le puso un cerrojo magnífico – un Fac-que tenía una curiosísima forma de resbalón y que ninguno de nuestros amigos acertaba a abrirlo cuando se iban a su casa…).

La vida transcurría con una rutina agradable. El chico o chica que se levantara –lo levantaban, claro--, durante el primer año no hacía más que “comer y dormir” (tal y como le decían los alumnos a papá bajo la forma de… “D. Nicolás, D. Nicolás, ¡vaya vida que se pega su hijo!).

Pero sigo con la casa… la puerta citada daba a una especie de “entrada” de forma rectangular, con un suelo de “baldosa hidráulica” que a mi me parecía precioso y, enfrente, había un “cuarto oscuro” con dos alacenas estupendas donde se guardaba, en la de la izquierda, unos magníficos montones de juguetes y, en la de la derecha, ropa, también a montones y que sólo entendía mamá lo que había allí dentro.

A la derecha estaba el cuarto de baño (ya entonces empezaban a llamarse W.C., que papá, muy educadamente, instruía a todo el mundo sobre la precisión de tales términos, aludiendo a su significado inglés de “Water Closed”: “Cierre de agua”, decía). Este W.C. era oscuro, no tenía “trono” ni nada que se le pareciera y una bañera súper magnífica que tenía que pesar por lo menos tropecientos kilogramos. Era de hierro, de una pieza, fundida y que se asentaba sobre unas patas –también de fundición- con forma de garra de algún felino o animal mitológico.

Yo entendí, desde el primer momento, que el lado inclinado de la bañera era para que sirviera de tobogán… y el problema es que no se usaba para los niños pequeños, pero no era por lo peligroso que pudiera ser aquel “pantano”… sino porque casi nunca había agua.

Figuraros, en Linares, donde pusieron los Romanos una fábrica de Calor, pasarse un verano sin agua… luego contaré cómo nuestra magnífica madre se arreglaba para bañar a cuatro, cinco… o seis, en un barreño.

A los dos lados de la puerta se abrían sendas idems, que daba, la de la izquierda, al “comedor” – a veces fue cuarto de estar, pero no mucho--, que tenía una chimenea y ¡pendiente! Así, como suena, el lado cercano al balcón estaba más bajo que la entrada y eso servía para echar a correr los coches de juguete que ya teníamos.

A la izquierda del comedor, inmediatamente de su entrada, estaba la puerta de la cocina: inmensa, fría hasta la hora de comer, con una ventana en el fondo de la derecha, donde estaba el lavadero. Tenía una “cocina económica” de hierro, negra, con un secapaños de latón dorado. A su izquierda había un agujero con una reja de hierro gordo que servía para encenderlo más rápido que la cocina grande y hervir la leche y hacer las tostadas del desayuno, que siempre salían carbonizadas, con lo que aprendimos tan pronto a andar y/o hablar como a raspar las tostadas encima del fregadero…

En el otro extremo de la diagonal de la entrada había una pequeña puerta con dos o tres escalones. El lavadero. Y, al final de éste el “cuarto de las muchachas”, donde dormía Antoñica y alguna mujer más de la que no recuerdo el nombre.

Volviendo a la entrada, enfrente de la puerta del comedor estaba la entrada a un cuarto de paso que sirvió de “salón” (de visitas, se entiende), con un balcón a la calle. A la derecha estaba lo que luego fue el dormitorio de las niñas (también fue salón alguna vez y despacho), con un balcón a la calle y al otro lado de la habitación de entrada, estaba el dormitorio de los padres.

Me he dejado atrás la habitación que fue mucho tiempo cuarto de estar. Estaba después del cuarto oscuro. Sirvió también de dormitorio para Pablo y para mí. En ella pasaron cosas tan curiosas como que tenía una baldosa que se había descascarillado y me servía para jugar con los coches en un sitio que parecía “el campo”. Además tenía una ventana, en alto, que daba a un callejón bastante sombrío de casa de los Failde (vecinos, claro). Pues bien, una vez, con un temporal de mil diablos, reventó el cristal de la ventana y cayó convertido en pedacitos encima de mamá y de mí. ¡Ya os podéis imaginar el susto… y lo finísimo que era el cristal! Con razón hacía un frío que te pelabas….

En esa habitación residió mi primer mal rato de estudios. Fue en primero de bachillerato y había que estudiarse ¿se entiende esta palabra?, las “comarcas”. ¡Menos mal que mamá tuvo la paciencia infinita de hacérmelas leer, entre lágrimas y jipidos hasta que llegué a repetirlas sin problema y, lo que es mejor, aceptar que se podría estudiar… estudiando!

Recuerdos de los recuerdos flores.

Pues bien….

Érase una vez que se formó una familia formal, padre “emergente” de quien sabe qué (nunca, ni ahora, nos habremos enterado del todo), pero que parecía de lo más sensato posible. Madre guapa donde las hubiera, tiposa, garbosa, con una cara sonriente que escondía estupendamente la capacidad de enfadarse que pudiera tener.

La “entrada” del futuro padre en su familia política se hizo al parecer, después de un desengaño amoroso con una zapatera, que no sé si llegó a ser prodigiosa o simplemente no-aguantable. Misterios entre oscuridades que ahora lamento no haber preguntado. Intervino, no era para menos según la idiosincrasia del momento, la Iglesia, personificada en un cura del pueblo que sabía hacer de casamentero entre personas ambientalmente convenientes.
Una de las gracias que adornaban al futuro progenitor era la de su “buena cabeza”: profesor de Física y Química (y matemáticas, ¡por favor!), aparte de todo cuanto pudieran abarcar sus magníficas neuronas excepto música y baile, (aunque en la primera de las citadas era capaz de salir del paso aplicando el teorema de Pitágoras sobre la longitud de las cuerdas).

En cuanto a lo físico, ya desde pequeño entendí al padre sobre el atractivo de la madre, al revés no lo entendía nada. No es que fuera feo, era que era… especial: serio, en principio, con una capacidad, que yo siempre creí ilimitada, de contar “cuentecillos” y con un aguante inusitado ante las bromas –a veces tremendas- que le hacían los cuñados.

Entre éstos había uno que se señalaba por sus circunstancias: era Félix, el mayor de los hermanos alumno de nuestro padre en la Escuela de Peritos y, allí, se volvió fan incondicional. Yo no he visto a nadie tener más devoción por algún profesor: supongo que es envidia porque no tengo conciencia clara de haberlo conseguido con alguno de los míos.

El resto de los 12 hermanos jugaban y ¡hasta la gemela! de mamá se prestó –o cayó en la trampa montada por sus hermanos - de suplantarla, gracias a su enorme parecido.

El aspirante al trono de su bienamada soportaba con estoicismo las bromas de los cuñados y trataba de quedar bien. Bien es cierto que tuvo algún desliz como el llevarse una (o dos), servilletas de las de gala en el bolsillo, en la “petición de mano” o en la ceremonia inaugural oficial de que “saldría con la novia”.

Es curioso porque papá, haciendo acopio de serenidad y heterodoxia (por una vez en su vida), anunció a su suegro que no quería “carabinas” y que se comprometía a portarse como un Caballero.

Pues bien, así y así, transcurrió el noviazgo que condujo a nuestra existencia.

La boda fue un 7 de julio (hecho que yo imité), en Santa María, gran iglesia con ínfulas de pequeña catedral. El banquete no lo sé porque no estuve, además de que nadie me lo ha contado, tendría que ser un banquete cumplidor dada las cercanías del final de la Guerra Civil, que tanto había supuesto para el país.

Empezaría -deduzco- la convivencia como tantas parejas de entonces. Al año llegué yo y, al parecer, “grandes señales traía” porque nací en el momento en que cambiaban la hora en la noche del 30 de Abril al 1 Mayo y, por si fuera poco ¡se fue la luz!. Con lo cual deduzco que mamá se portó como una profesional de bandera porque no sólo me dio a luz, sino que alumbró el cuarto.
Supongo que, pasado el desconcierto inicial, todo funcionó como era debido y aún sigo cumpliendo con el año astronómico, la oxidación de los cuerpos, los problemas de próstata, la antigüedad en el cuerpo, la inflación y demás zarandajas de la existencia.....

… de las cosas que pasaron


hay algunas –muchas- que merecen repasarse.

Por ejemplo…, de los recuerdos más antiguos que poseo está el cómo eran los inviernos en Linares, en la “casa madre”. Allí era normal tener frío, pero frío del que se dice frío, aunque –en realidad- no me acuerdo de tal sensación, sino de que todos lo decíamos y era, al parecer, unánime el sentirlo. Así, una de las cosas más curiosas que acontecían con tal fenómeno físico era la relación que tenía esto con lo redondo que era Pablo –Pablito- cuando era chico. Es que era redondo redondo, tenía una cabeza absolutamente perfecta desde el punto de vista matemático tal y como se demostró después.

Un día, en el paseo que tradicionalmente se hacían –no recuerdo bien si eran los sábados o domingos- es posible que en esta segunda opción, al venir de misa, yo tuve una ocurrencia física –como después se vio, aunque con defectos-, que consistió en echarle el vaho en la cara.

Juro que vi, con sorpresa primero, con disfrute después, que ¡ se empañaba! O sea que le ocurría como los cristales de casa y vi cómo me podía explicar que, si lo hacía muchas veces, dejaba de ocurrir tal fenómeno. Al cabo de un rato, cuando la cara –o el cristal- volvían a estar frío, se podía repetir.

Lo curioso del caso –si es que lo anterior no lo era- es que lo que a mí me parecía interesantísimo, a los padres les parecía que era una tontería de chicos, hasta que un día, observé cómo papá me miraba mientras le echaba el vaho a Pablito. Lo miró con curiosidad, creo que constató que lo que yo había gritado días antes era verdad y dijo, lo que tenía que decir…. “anda, déjalo en paz”.

Y yo lo dejé.

De esos tiempos también era recuerdo el coche con que nos sacaban a pasear. Yo creo que era el mejor coche que he visto nunca. Tenía ruedas grandes, ballestas o suspensión inteligente porque nos dormía a cada uno de los “enanos” que fuéramos los usuarios del mismo, con gran prontitud y… tenía un defecto horrible… ¡no tenía dirección! O sea que las ruedas siempre iban derechas –perdón, tenían que ir porque escoraba un poco a la derecha o a izquierda, no recuerdo bien-, con lo que, para mí, todo lo bueno y bonito que era… dejaba un bastante que desear.

Se lo decía a papá… “oye, ¿por qué los coches de los niños no tienen dirección (perdón, no tuercen las ruedas”)?”. (Yo ya apuntaba mi vocación automovilística). Lo que papá contestaba mayestáticamente… “porque no le hace falta”…

… “pero ¡sería mucho mejor!”

.. “es posible, pero eso lo haría más complicado”

Ante esta cualidad –que yo no había pensado- me quedaba callado, pero no contestado, y eso hizo que, al cabo de muchos años, cuando salieron los cochecitos plegables y TODOS tenían las ruedas “locas”, comprobé que si papá me hubiera hecho caso hubiéramos pasado a la historia del diseño infantil y, a lo mejor, muy a lo mejor… hubiéramos sido ricos.

Rebuscando en la memoria


Le prometí a mi hermano Rafa, el mayor, que un día pondríamos sus recuerdos en limpio y es que tiene la suerte de tener en la cabeza guardadas las impresiones de sus primeros años de infancia, con más nitidez que las que acaba de realizar. Todo lo contrario a mí que por guardar no conservo apenas nada y voy fraguando mi presente con aquellos retazos del pasado que me prestan los demás.


¡Menos mal que existe la fotografía!, fiel compañera que me señala cuándo estuve en un lugar y con quién, los últimos años mis fieles agendas me acompañan y dejan testimonio de por donde fueron mis pasos..


Pero ahora le toca hablar al pasado y en ese fueron las Anchuricas las que tuvieron un lugar relevante para nuestros primeros años infantiles... como son muchos los primos, tios y hermanos con los que compartimos esas vivencias a ellos va dirigido este blogs, a los otros que se enganchen a él les servirá para recordar tiempos pasados o para asombrarse de otras épocas donde se podía vivir muy bien con un trozo de pan y chocolate para merendar, un montón de chiquillos como compañeros de juegos y una naturaleza salvaje en donde todo resultaba una aventura por descubrir.