domingo, 12 de marzo de 2023

AL PUEBLO

 EL VIAJE

Desde temprana hora de la mañana empezábamos a bajar los trastos a la calle: maletas, maletillas, maletones, cestas, bolsas y más paquetes. Mi padre con el coche en la puerta, vigilado atentamente desde las ventanas por los vecinos del bloque, empezaba a encajar  los bultos en la baca como si de un tetris se tratara. Ante nuestra impaciencia y nuestras muestras de jartura nos espetaba su habitual muletilla «Despacito y buena letra» y nosotros resoplábamos viendo cómo avanzaba la mañana sin que el deseado viaje se iniciara. 

Cuando ya parecía que la doble capa de bártulos estaba siendo encajada con la debida pericia, aparecía alguno de mis hermanos con otro nuevo paquete y nuestro progenitor, desafinando entre silbidos una zarzuela, volvía a desarmar lo realizado hasta el momento.

Encajar tanta familia en un seíllas no era tarea fácil, pero al fin se conseguía, e iniciábamos el viaje con la confianza ciega de llevar sobre nuestras cabezas un portaequipaje capaz de soportar los más terribles temporales.

Una vez encomendados a san Rafael y a san Cristóbal, nos poníamos en carretera. Cantábamos, contábamos coches, jugábamos a las adivinanzas, a de La Habana ha venido un barco… nos mareábamos, vomitábamos y parábamos en uno de los bares del Puerto del Carretero  a tomarnos un galipuche y  cómo no, a desaguar.

De la bolsa “maripopiense” de mi madre salían galletitas, chocolate, agua, servilletas, saquitos y rebequitas ante las necesidades perentorias de unos y otros, hasta que agotados del largo viaje y  la tediosa ruta, empezábamos a fastidiarnos y surgía la frase inevitable que indicaba los comienzos de una pelea «¡Mamá, Nico me está chinchando!». Mi padre desde el poderío que le concedía ser el piloto, nos lanzaba unos cuantos epítetos de lo más variado, desde «Botarate, deja en paz a tus hermanas» a «Distinguido besugo, ¿quieres que pare y te deje aquí?», y otras lindezas que nos sirvieron para que fuéramos las chicas con el vocabulario más culto de todo el barrio en materia “insultil”.

Para eso también tenía mi madre un recurso mágico y nos decía, sumergiendo la mano en su bolso especial: «Venga, vamos a rezar el rosario». Como por arte de magia se acababan las discusiones y los gritos. Ante el mantra apacible de las avemarías íbamos cayendo enredados unos a otros, en un sopor pacífico,  mecidos por los rezos de mis padres y sus suspiros gozosos  por contar con unos minutos de tranquilidad.

 EL PUEBLO

La llegada a Linares se convertía en la máxima recompensa. En casa de los abuelos y de los  tíos, nos esperaban días de pandilla, compuestas por una caterva de primos, que nos acogían y nos acompañaban en todas las excursiones y travesuras que se nos ocurrieran.

Una de nuestras aficiones, era pasearnos al retortero por las calles. Diez o doce chavales, supervisados por los mayorcillos de trece o catorce años que conocían bien todos los rincones susceptibles de ser visitados.

La numerosa familia que allí teníamos se detenía a preguntarnos de quiénes éramos. Ser  nietos de Don Pablo, el médico, nos abría no solo puertas, sino que también nos procuraba algunas propinillas para las chuches o los cacharricos  de la feria. Los grandes contaban las perras y perrillas obtenidas y, con más o menos acierto hacían un reparto, en el que de vez en cuando se cruzaba algún que otro enfado, y nos llamábamos botarates, tontos de solemnidad, majaderos o mastuerzos, insulto que nos producía siempre mucha risa; alguien zanjaba la discusión diciendo que dejáramos de decir patochás y no nos liábamos a mamporros por los pelos.

Mal que bien solucionado el asunto y en el puesto de pipas, no se escuchaba más rumor que el de nuestras jóvenes y repeinadas cabecitas pensando en por qué maravilla nos decidiríamos si regaliz, juanolas, tractos, garbanzos torraos, altramuces, chicles o pipas, que nos servía el kiosquero en unos maravillosos cucuruchos de papel de estraza.

Sólo la llegada de la hora de la comida alteraba nuestro paseo  y entonces salíamos disparados a casa de unos y de otros, previos acuerdos sobre los gustos alimenticios propios; si en tu casa hay lentejas te lo cambio por mi cocido que  los garbanzos no los aguanto. Con lo que no era raro que en cada hogar aparecieran a comer zangolotinos diferentes de los que salían por la mañana.

Los mayores nos permitían esos trapicheos, contentos de vernos zascandilear felices y de no tener que ocuparse de nosotros durante las largas jornadas vacacionales.

 EL DESVÁN

Casi sin ponernos de acuerdo, la cita consabida después de la sobremesa, era en la casa grande. Mientras los adultos sesteaban, previa orden de que no molestáramos bajo ninguna circunstancia, nosotros nos encaminábamos al desván. Habitación mágica por excelencia; oscura, polvorienta, calurosa hasta decir basta, pero llena de rincones secretos a la que por más que volvíamos siempre aparecían rincones por explorar.

Con el sigilo y respeto que merecía el lugar, nos juntábamos por aficiones y mientras algunos espulgaban las revistas y los librillos, que se amontonaban por cientos en los estantes, otros abrían el baúl de los trajes antiguos que vistieron bodas bautizos y otras fiestas mayores. Pelucas, abrigos raídos, sombreros, zorros espeluchaos, enaguas, sayas, tacones, corpiños, delantales de criada con puntillas, cofias, bolsos, trajes de novia y hasta baratijas, nos permitían componer un improvisado carnaval con un magnífico desfile coreado por las carcajadas contenidas de tan alegre público.

Pero el sumun, la mayor delicia a la que se prestaba el sitio, era jugar a las tinieblas de la noche. Apagada la única bombilla de luz, bastante mortecina, nos escondíamos y correteábamos entre columnas, cajas y anaqueles, ante el terror de los más pequeños y las risas de los mayores, hasta que, irremediablemente algún torpe botarate se daba un tremendo batacazo produciendo un estruendo mayúsculo. Aparecía, rápidamente una de las tías y medio gruñendo, medio bromeando,  nos sacaba de allí con la promesa de una rica merienda de pan y chocolate y una refrescante ducha, a cubetazos, con el agua helada del pozo…

Pero esa es otra historia.

Teresa Flores


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sábado, 4 de marzo de 2023

Dos reales, de carro

 El mundo de Linares es inmenso. Hace un rato me he encontrado con un dibujo que hice hace tiempo para comentar las ingeniosidades del tío Félix.

A saber, en principio, el origen de este cuento tiene que ver con los Reyes, Magos, claro y, con ellos, su principal virtud, los juguetes.
En cierta ocasión me encontré en el salón de casa, muy temprano, en un 6 de Enero de no sé qué año, un objeto maravilloso, pero con uno defecto fundamental.
Era un carro, de varas, con un mulo -o caballo, dependía de cómo quisieras verlo- delante.
El carro en sí era precioso. Rojo, verde y negro, con una multitud de accesorios que hacían que la caja fuera estanca -para llevar arena, por ejemplo-, que tenía cómo colgar cuerdas por debajo para barcinar, que se podía desenganchar del rocín y que se podía jugar sólo con él... O sea, el carro, maravilloso, de verdad. Me gustaría haberlo guardado.
Pero empezaban los defectos. Era un animal o un simil de animal, no era un vehículo automotor como los que yo admiraba por todos lados en los que los hubiera. Además, me quejé de que no se podía dar marcha atrás porque el culo del mulo chocaba contra el carro. Además, si tirabas de él hacia adelante, se salía del atalaje que unía la silla del bicho a los varales. O sea, defectos. Defectos que no eran más que mi fastidio porque.... no me gustaban los animales.
Creo que fue el tío Pepe el que me hizo todos los atalajes (no se llaman así, luego lo buscaré) que uncían -o como se llamara- el carro y el mulo. Ya se podía ir hacia atrás y hacia adelante. Aquello estaba bien sujeto.
Pero, ¡con lo bonito que era el carro!... y ¡no tenía motor!....Un fastidio, pero ¡era tan bonito!.
En fin, jugando con el tío Pepe, que tenía un carro igual, me fui aficionando a esa reducción del transporte de mercancías. Él hizo un amago de fabricar un arado y formar una yunta entre los dos mulos. En fin, aquello empezaba a marchar.
¡Hasta que se jodió el invento!.
El mulo estaba soportado por una plataforma con ¡ruedas!. Ello permitía tirar de él y, en el proceloso cambio de no gustar a que me gustara, ¡fallaron las ruedas!.
Eran de chapa, embutida y, tan floja, que la puntilla que les hacía de eje, horadó un agujero de tal tamaño que se salían.
No había forma de arreglar aquello. Ya no se podía jugar.
Tenía frustraciones acumuladas así que tenía que acudir al arreglador oficial de la familia. El tío Félix.
Él trataba de satisfacer ese encargo y, nada, no había forma de hacer ruedas equivalentes, sujetarlas, que giraran....En fin, un suplicio también para él.
Hasta que, creo que fue tia Mariana la que promovió la solución.
"Félix, ¿por qué no utilizas las monedas de 'dos reales' como ruedas?".
Aquello fue dicho, y hecho. Cuatro monedas de dos reales, con sus correspondientes tornillos funcionaron maravillosamente bien.
Tenía un carro, con un mulo soportable, y con unas ruedas que giraban estupendamente.