sábado, 17 de noviembre de 2018

El "Cortijo de Abajo"

Aunque, por nombre es un "tópico", en nuestro caso era un "ente".
Los cortijos están en cualquier lugar y, depende de a qué te refieras estarán "a la derecha" a la "izquierda", "arriba" o "abajo."
En este caso estaba abajo, respecto al nuestro y, ¿por qué lo sabíamos?
Sencillo, porque cuando íbamos lo hacíamos bajando cuestas y, a la vuelta, subíamos lo bajado.
Así, era, el Cortijo de Abajo.

Cortijo de Abajo. Foto satélite de 2017
Para ir hacia él partíamos desde el Cortijo "de Arriba" (el de la familia Martínez Frías), andábamos unos centenares de metros por una senda ancha que acababa en un lugar característico: El "peñón de la despedida".
Se llamaba así porque era un punto muy concreto, había un piedro grande, peñón, claro, que marcaba el final del sendero horizontal para empezar la bajada.
En los primeros años de estancia allí el sendero se caracterizaba por tener multitud de multitudes de curvas, recovecos y pasos difíciles. Sobre todo para los mayores, pero era interesante. 
En un momento determinado el tío Carlos Martínez nos dijo que había cambiado el sendero y que deberíamos ir a verlo. Cosa que hicimos en cuanto se terció. 
Mi asombro fue mayúsculo porque vi que el camino tenía señales de haberlo hecho con herramientas y eso contradecía lo que yo había pensado siempre: que los senderos se hacían pasando por ellos. Pues no, había sitios en que había que coger pico y pala para cambiarlos de sitio o hacer otros nuevos.

Zona por donde transcurría el camino hacia el Cortijo de Abajo.
Se nota una escorrentía que no teníamos en nuestro tiempo
Bajamos por el nuevo sendero y, al llegar a un barranco, barranquillo, más bien, en el que a veces hubo algún hilillo de agua, llegábamos a una huerta. 
Los mayores decían que era la de Raimundo, creo que se llamaba así y que deduje que tenía que ser el señor del cortijo que se veía al final de un sendero, nuevamente horizontal. 
Lo mejor venía después. Estabas en el Cortijo, ya "de abajo" y, al darte la vuelta para ver por dónde habías pasado te encontrabas con unos 'tajos' admirables.


Habíamos llegado por el lado izquierdo de la imagen, por ahí habíamos atravesado la huerta y, un poco más a la derecha estaba el barranco por donde bajaba el agua de la "fuente Fresca" y nuestra agüilla de los tornajos. A la derecha, una peña en lo lato de la loma, algo más hacia ese lado, El Calarejo Chico y al extremo derecho la loma del Calarejo grande y la loma que llevaba a la "Fresnedilla".
Cortijo de Abajo, pero en tiempos modernos
Esos tajos tenían su historia porque, de siempre, nos contaron que "el año en que vinieron los lobos, bajaron desde lo alto, y arremetieron contra un regaño de ovejas que estaban por allí. Éstas, despavoridas, cayeron por esos tajos hasta despeñarse al completo".
Cada vez que miraba una peña que tuviera una buena altura me imaginaba una cascada de ovejas cayendo y aparecía en mí un pánico a los lobos que matan ovejas. Menos mal que no lo cuento ahora porque algún protector de animales me podía largar una buena ponencia al respecto.
La "Peña del Aire" era un lugar especial. Estaba a la altura de la "Fuente Fresca" y se iba a ella por un camino que estaba perdido entre matojos. Se pasaba, entonces, al lado de la tocona que sirvió de base al "pino...." ¿cómo se llamaba?¿El pino padre?¿El pino abuelo?, en cualquier caso un pinazo más que un pino porque, decían, era enorme y hacian falta tropecientas personas para abrazarlo.
Se llegaba a la peña y veías la razón de lo "del aire".
Estaba exenta, en un paraje con un suelo parecido al de las asperillas, es decir, peligroso por lo resbaloso -se explicaba así el descontrol de las ovejas hasta su caída- y, con mucho cuidado llegabas al peñón rugoso que te permitía no solo sujetare sino subirse a él.
Las vistas desde allí eran -y son, claro- maravillosas

Tajos bajo la "Peña del Aire"
Pero, sigamos en nuestro cortijo. Llegados a este punto y maravillados del lugar esperábamos la talega donde tía Teresa llevaba la hogaza, el foie-gras y el cuchillo. O sea, otro rasgo de confirmación del paraíso. ¿Nos imaginamos ahora qué sería de nosotros si, delante de esos pedregales tuviéramos unos choricitos y unas cervecitas?. Pues lo mismo, pero antes, en el tiempo en que éramos menos alcohófilos.
Tarde transcurrida entre vistas hacia el Puntal y miradas hacia lo lejos. Hay que volver a casa.

La subida siempre es más ardua, pero más sencilla, porque se trata de poner un pie, casi de puntillas, delante del otro, y después, cambiar. En cambio, bajar, en sitios tan difíciles como el camino antiguo, era poner un talón, sin verlo, esperar que agarrara y antes de resbalar, poner el otro. Acababas con temblores en las pantorrillas. ¡Y aún no me explico cómo podíamos hacer todas esas excursiones con las sandalias viejas o zapatillas de esparto!.

Subía uno hasta respirar en la peña de la despedida. De allí, a casa, un paseo fácil. 
Cenar y acostarse.
¡Mañana, más!.

lunes, 12 de noviembre de 2018

"Tacos" en la familia.

Según mi recuerdo -y evaluación- en nuestra familia de origen  se ha tenido, siempre -o casi siempre-, un lenguaje muy comedido. Es obvio que nos inculcaron desde pequeños unas "fronteras" que no convenía traspasar y no lo hacíamos.
El caso es que rozábamos muy frecuentemente la zona de las "picardías", pero, no pasaba de ahí, se acercaba uno, se acercaba y, cuando había que pasar, pues ¡frenazo al canto! y ¡a otra cosa, mariposa!.

Tengo que reconocer que teníamos ocasiones de sobra. Por ejemplo, peleas con los hermanos. Allí empezábamos "tonto" y, más, pero si llegábamos al grado de sumamente tonto, cambiábamos a ¡estúpido!, que querría decir algo así como tonto en grado sumo, pero, no había más

No recuerdo cómo se solucionaba el martillazo en un dedo -o similar-. Ahí, pienso, estaba más que justificado el "¡moño!", pero, creo recordar que nos desviaban a que utilizáramos el "¡cáspita!" o "¡caray!" que si no era suficientemente expresivo sí que quedaba bastante más fino.

Yo presté mucha atención a los tacos que pudieran decir los mayores. Sé, positivamente, que algunos tenían reconocido su derecho a usarlos ya que tenían que "mandar" y, para ello, haría falta apoyar las órdenes con epítetos mayores. Pero, por más que escuché, o no los dijeron en mi presencia, o no los oí.

Sí recuerdo que en las entradas de los pueblos había dos cosas -o tres, para ser más preciso- que eran importantes: Un fielato, que me produjo una conmoción porque veía, delante de ellos, cómo las tías eran capaces de decir mentiras: "no llevamos nada"... en el maletero del coche de Montefrío, lleno de calabazas, calabacines, tomates y demás verdulerías.
Un letrero en el que te indicaban "peatón, en carretera, circula por tu izquierda". Hito histórico que aprovechó mi padre para indicarme una presencia fáctica del Estado. Y, por último, otro letrero que siempre me llamó la atención: "Prohibida la mendicidad y la blasfemia".

Éste último cartel me resultaba violento. Era inviable. Se podría prohibir decir insultos contra Dios (pregunté qué era y me lo explicaron), pero nunca creí -y sigo creyendo- que se pueda prohibir ser pobre. Se podrán arreglar las economías o hacer un sistema proteccionista global y eficaz, pero, hasta tanto no se consiga, ¿cómo se va a prohibir lo que existe?.

Estudiando esto de la blasfemia aprendí lo que era un "eufemismo" y entendí que no se pudiera uno cagar en diez, por aquello de las cacofonías posibles pero si en cambio cagarse en satanás que estaba perfectamente justificado porque era ese ser que nos provocaba continuamente al pecado, la gula, la lujuria (nunca supe en qué consistía) y la ira (esta sí, un poquito, en cualquier enfado con Pablo, mi hermano).

Y aquí empezamos con los tímidos intentos de interjecciones asumibles por la familia. Todos resultaban fallidos porque, para cumplir su papel tenían que referirse a...cosas de mayores, luego estaban fuera de nuestro alcance.

No sé si uno de los primos DidelCo, -posiblemente Jose- pero no lo recuerdo con seguridad, que, lógicamente, estaba en "el ajo", fue el que invento -o trasladó de la calle- un taco utilizable: "¡Me cachis en los mengues!" que, según comprobamos, se podía utilizar sin recibir serias reprimendas. También surgió el "¡Me Cachis en la mar!" que, al igual que el anterior, se podía decir sin problemas.

El tío Pablo Martínez era el más sugerente al respecto. Nos enseño a utilizar palabras malsonantes, fuertes y tremendas... que no significaban anda insultante, pero que cumplían su papel. Así, yo aprendí "¡Gazofiláceo!" que alguna vez utilicé en clase o "¡Tatarabito!" que nos resultaba un poco más finolis.

Total, que entre Me Cachis en lo que fuere y las cagadas en Satanás transcurrió nuestra vida interjectiva.

No obstante, hay que hacer un aparte. Resulta que allá por los años 70 y pocos, como resultado de una detención política a mi hermano Nico, le pusieron una multa de, creo recordar, 400000 ptas.

Esto lo hacían los gobernadores civiles cuando alguien a quien querían reprimir ya había salido absuelto de causas judiciales. Pues bien, cuando se recibió la notificación, en casa de mis padres, promovió la consiguiente conmoción. Recuerdo a mi madre, con el escrito en la mano decir: "¡que mala follá tiene este gobernador!".

Inmediatamente, mi padre, "¡Pacita! ¿qué dices?" y ella, buscando la catarsis responde: "Hombre, Nicolás, yo creo que por 400000 pesetas se puede decir 'mala follá".

Sigo completamente de acuerdo con ella.

Historia familiar del Instituto de Cogollos-Vega, Granada.


Una historia “de familia” para la conmemoración de inauguración del I.E.S. “Emilio Muñoz”

Desde que con 7 u 8 años comencé a observar mi entorno con toda la atención que pude, recuerdo a mi padre D. Nicolás Flores Micheo, en muchísimas de las cosas que hacía.
Me resultaba, siempre, interesante. Era mi padre, primero, y tenido como un gran hombre en el seno de la enorme familia, pero en la calle era el Director del Instituto de Linares.  Por lo que sé, ahora, había sacado oposiciones a Profesor Adjunto de Física y, como funcionario activo que siempre iba a ser, comenzó allá por los años 45 a pasar por el Institutos de Osuna, como primer destino y, después a Linares, a formar parte tanto del Instituto de Enseñanza Media como de la Escuela de Peritos. Tanto en uno como en otro toma desde un principio cargos de responsabilidad: Vicedirector del Instituto, en el 1946, Jefe de Estudios en el 50, Encargado de Dirección en el 52, Inspector de EE.MM., en Sevilla, en el 52. Vuelta a Linares y de nuevo Director en el 57. Entretanto también había ocupado cargos de Interventor o Director temporal en la Escuela de Peritos Industriales. Y, por decirlo de alguna manera, Inspector de nuevo a partir del año 59.

El Instituto de Linares estaba situado en un caserón, creo que antiguo convento, de la calle Pontón, que tenía una magnífica portada barroca y un patio con columnas que era una preciosidad.
Yo ví cómo se le hicieron obras, se pusieron ventanales, se arreglaron aulas y recuerdo oír que “se había quedado pequeño” por lo que “habría que hacer uno nuevo”.
Pero mi padre, que era un funcionario de los de casta y tronío, velaba por el erario público con una probidad a prueba de truenos. Y, para él, no podía haber ‘desperdicios’, “era dinero de todos”, decía.
Pues, como buen director, funcionario ahorrador e inquieto por su labor profesional, púsose a buscar alternativas no dinerarias para solucionar el problema de la “escasez de espacio”.
Y lo encontró. Y yo lo vi porque habiéndome señalado como aficionado radical a los coches y a todo lo que tuviera cuatro ruedas y un volante, siempre que había posibilidad de llevarme en coche, me llevaban.
Y me llevaron, a ver los edificios que se habían hecho en Linares para los “sanatorios antituberculosos” en la zona de la “casilla de peones camineros” en la carretera de Baeza.

Aquí los tenemos en una foto aérea de 1965.
Vimos primero el que estaba más acabado. Que es el edificio que está a la derecha, el señalado como I, después de una curva. Era un buen edificio, por supuesto en hormigón armado, con relativamente grandes plantas en cada altura y que podría ser, supongo que argüirían esto, fácilmente cambiado a instituto enseñante.
Pues aquello quedó allí
Pero como nosotros –la familia- no quedó así, sino que nos vinimos a Granada, pues no cabe duda de que algo debió cambiar.
Han nombrado a mi padre Inspector Jefe de Enseñanza Media, (1959) en aquel reajuste de cargos y funciones administrativas que tuvo que ver con la modernización de la enseñanza.
En un principio el Jefe máximo de la enseñanza era el Excmo. Sr. Rector del Distrito Universitario de…cada distrito. El rectorado era de alguna manera la “Delegación” del Ministerio de Educación Nacional en cada distrito.
Pero se veía venir. Desde los años cincuenta, en los que un conjunto de funcionarios docentes del Estado querían construir una red pública de centros, se veía que era demasiada labor para que la absorbiera sólo el rectorado.
En el año 1956, o alrededor de él, empezaron sus funciones las Inspecciones de Enseñanza Media. En un principio, es fácil colegir que eran apéndices, ayudantes o como fuera, de los rectorados. Después heredarían, por decirlo de manera coloquial, la gestión de la relación entre el Ministerio y los distintos Institutos.
Pues eso, llegamos a Granada y tiene su oficina en la Gran Vía. Con la costumbre que tenía yo de verlo en edificios grandes, antiguos y con prosapia, esta oficina me parecía una empresa modernísima.
Pero tenía un papel importante. Ampliar la Red de Centros. Y partía de que en cada provincia había, de promedio, uno o dos Institutos de “Enseñanza Media”. Y se daba por hecho de que ninguno de esos Institutos tenían forma de acoger a alumnos que estuvieran más lejos de una veintena de kilómetros.
Había, no obstante, un “Colegio Menor” que cumplía la labor de acogimiento a alumnos de más distancia, pero tenía plazas limitadas y, que yo recuerde, no era de la red pública, realmente hablando.
Hacía falta una “residencia-internado” para el alumnado. Y, además, venía bien que atendiera a la zona norte de la provincia y, además, era necesario que tuviera gran aforo y/o posibilidades de ampliación.
Y había un sanatorio antituberculoso que estaba desaprovechado.

Luego, necesidad clara, existencia de algo y voluntad de hacerlo, eran componentes magníficos para empezar.
Visitas al rectorado, supongo, y visitas a Cogollos-Vega, que así se llamaba el término. La idea va tomando forma y vemos cómo el padre presta la atención con que suele tomar las cosas importantes. Papeles
A partir de ahí mi padre adoptó el edificio. Pero adoptado adoptado, es decir, era uno más de la ‘casa familiar’.
 Si había que esperar que llegaran las camas, allí estaban mis padres –porque se iban los dos, claro- a aguardar los camiones y observar cómo eran introducidas a sus respectivos dormitorios.
Si otro día lo que llegaba era el material de cocina, ya se sabía, el seítas familiar subía las empinadas cuestas desde La Vega hasta Cogollos y, allí mi madre sacaba el punto y nos hacía unos chalecos preciosísimos.
Más de un viaje, más de una tarde, estuvimos alguno de los hermanos acompañando a los padres. Era un lugar precioso, en las faldas de una monaña de la que también presumíamos los granadinos. Un poco más arriba del Arroyo de las Casillas y por debajo de la Umbría de las Tazas, muy bien orientado y con las terrazas que caracterizaban a estas instalaciones.
Y, al final, se inauguró. Y, lógicamente, ya no había que subir a esperar las camas o las cocinas, pero sí a nuevos aprovechamientos. Algunos de los hermanos tuvimos la suerte de participar en las “Escuelas de Verano” que se organizaban en los tan interesantes años de reformulación de distintos aspectos educativos.
Ha quedado como algo familiar, como un elemento importante en el mundo de los recuerdos que componen la herencia docente de mi padre.
Pero eso, eso es otra historia.