sábado, 29 de septiembre de 2018

Una fuente profesional


Había una vez una fuente preciosa de agua cristalina, fresca y de gran caudal en un paraje extraordinariamente bello.


   


Por una razón que parecía natural, cuando pasaban las grandes lluvias –una vez al año-, los manantiales subterráneos que surtían a la fuente le daban la oportunidad de formar un arroyo que saltaba entre las piedras y rocas hasta abrirse camino hacia el fondo del valle. No era sólo este trabajo el de la fuente. Como se sentía muy profesional, tenía una ética que le impedía asumir que su trabajo hubiera acabado en cuanto dejara el agua en el aire. Tenía que pensar en que el agua no se hiciera daño al chocar contra la pequeña balsa que había debajo, observar que la inclinación con que esta agua saliera, facilitara la escorrentía y, a la postre, buscar soluciones para que el arroyo fuera lo menos traumático posible, lo más placentero posible. En el fondo ella era consciente de que estaba extralimitando su responsabilidad, pero su sentir era como era y tenía que seguir siendo eso. ¡Qué sufrimientos cuando, en el silencio de la tarde, oía que algún pequeño hilillo de agua se había separado del cauce principal y vagaba a su aire!. ¡Qué dolor si percibía, quizás por el olor de tierra mojada, que el arroyo se había dispersado en una llanura y formado un pantanillo!. ¡Qué dolor ver cómo su esfuerzo –y sus recomendaciones, porque las hacía- caían en saco roto y una vez salida el agua de su seno no hacía caso al bagaje que ella creía haber creado en el agua!. ¡Que lástima el agua que se metía por un agujero y parecía no volver a la superficie!.Las fuentes que había alrededor no tenían ese prurito tan serio, eran más “viva la vida” y, al parecer, no les iba mal. Pero ella no podía ser así. La autoexigencia que se había impuesto llegaba mucho más lejos  de lo que cupiera imaginar. ¡Cómo sería de exigente que le tenía preocupada el hecho de que su agua tenían que mezclarse con otras aguas para formar un arroyuelo, río o, también, un lago!. Las demás fuentes que aportaban su caudal a la formación de riachuelos, ríos o lagos tenían una situación bastante más tranquila. Habían asumido que hacían lo que podían y tan solo se preocupaban por su hija-agua, durante los metros de arroyo que tenían delante de si. 

La situación estaba estancada. Todas las fuentes Vivian y dejaban vivir hasta que, una vez, las gotas de lluvia que cayeron sobre sus cuencas les trajeron noticias de lo que pasaba mas abajo. “Oíd, compañeras, hemos visto en el agua de la que hemos salido como hay unas gotas que parecen mas problemáticas que otras. Tienen marcadas unas guías de las que les resultan dificilísimo salirse y, en cierta manera, provocan a las demás a que sean como a ellas les han dicho que deben ser….” Las fuentes que oyeron esto se quedaron preocupadas. Era duro el asunto, quería decir que una de las fuentes que formaban la cuenca tenia un carácter demasiado puro, demasiado rígido. Trataron de averiguar quien era y, en una temporada larga de lluvias hilaron cabos hasta saber que una de sus compañeras era, excesivamente, profesional. Trataron de enviarle mensajes que la tranquilizaran, que la hicieran recapacitar sobre su tendencia excesivamente directiva y, en cierta manera, culpabilizadora. El problema era delicado, sabían que las fuentes son muy susceptibles y no convenía alejarla de una relación cordial. 





Después de muchas deliberaciones encontraron la forma del mensaje.

 “Oye, compañera, deberías saber que tus gotas de agua, cuando llegan al río, a un lago o al mar, son reconocidas como buenas gotas, cumplen estupendamente sus funciones y son apreciadas como buenas compañeras. Tan solo es difícil convivir con ellas porque manifiestan muy fácilmente haber estado sometidas a tensión. Nos dicen que, después de haber convivido y haberse juntado con otras gotas forman agregados moleculares muy agradables y satisfactorios. Son buenas aguas. Son tuyas. Es mas, nos preocupa que no te hayan llegado noticias de que son felices –en lo que quepa- y tienen el futuro claro. Han empezado a disponerse a cerrar el ciclo, saben que, algún día, el viento y el sol las sacaran del mar y volaran a la montaña para hacerse nuevas fuentes. Es decir, van a ser tus hijas-compañeras…¿por que no disfrutas de tu historia pasada y te dispones a ver tus gotas como generadoras de nuevos arroyos?.  Será maravilloso ver como, a través del viento podrás oír como tus gotas-hijas han formado ya sus fuentes y estar insertas en el mecanismo maravilloso de la vida…

   



domingo, 16 de septiembre de 2018

Almería-Uno

Creo que a ninguno de los profes familiares, en activo o en pasivo, le va a sonar la palabra "obvencional". Yo crecí con su ayuda, no de la palabra, claro, sino de a qué se referían.
Se trataba de una especie de complementos al sueldo que daban a funcionarios que se habían distinguido por su premura y buen hacer. Lógicamente a mi padre, según mis recuerdos y memoria sempiterna, se los tenían que mandar a casa.
Yo sé que fui consciente de ellos en determinado momento y tuvieron que ser muy significativos porque en el curso 62-63 empecé a oírla en las charlas que mantenían mis padres y, de ahí a que, cuando estaba acabando el curso surgió una palabra mágica: Almería y, ligado a ella el anuncio triunfal ¡nos vamos de vacaciones a Almería!.
Pues así fue. Supongo que con el concurso de tío Isidoro y tía Pily que vivían en aquellos lares, alquilaron una casa-jardín en la ciudad-idem.


Era una casa que me pareció preciosa, con jardín alrededor y, aunque no muy cuidado, permitía estar en la calle sin estar en ella. Unos arcos circundaban la planta baja y tenía un salón grande. Estábamos a un paso de la casa de los tíos y ello nos permitía entrar y salir de una y otra casa sin ningún problema.
En la misma calle de "los romanes", un edificio alto marcaba la frontera con la playa. O sea, habíamos pasado de serranos muy de secano a la abundancia marina.
Teníamos que cambiar de hábitos aunque yo sabía de alguien que era el ser menos playero del mundo. Así, pues, me propuse atenderlo en lo que pudiera porque de alguna manera deberíamos agradecer el esfuerzo que había hecho por todos nosotros.
Playa, playa y playa. Un toldo -o como tal lo llamábamos- formado por dos tijeras altas, de pino, entre las que se extendía una tela rectangular antecedente de la bandera andaluza, servía de referencia para dejar las toallas y saber a dónde dirigirnos.


Pero Almería fue mucho más que un veraneo de playa. Papá tuvo la valentía de facilitar el que nos lleváramos la bicicleta encima de todas las maletas. Es decir, que fuimos -fueron, desde mi punto de vista- en el "seillas", y papá le echó valor porque ir en aquella máquina desde Granada hasta Almería, por la carretera del riscaveral, con todas sus curvas, cargado a tope y con su proverbial mostración que Dios existe, (porque nunca se dio ningún golpe serio).

Los Flores vivimos por primera vez la aventura de "la playa" y, en ella, nuevos comportamientos y costumbres. Había que coger el "toldo", la bolsa con los bañadores, 'coger sitio', interpretar las olas y el viento para ver si habría resaca o, por el contrario, la normalidad de las mismas nos podría llevar a alcanzar fácilmente "el banco". Depurar la forma de nadar para no tragar la salada agua. Y esperar con curiosidad el momento en el que mi padre se metiera en el líquido elemento.

Recogíamos a los Román. Su casa nos pillaba de paso para las escaleras de la playa, pasábamos al lado del "Manolo Manzanilla" una especie de pub nocturno al que Félix quería llevar a papá y, ya estábamos empedrados en los cantos rodados del borde de la rena

Un día tuvimos una aventura infeliz. La prima Carmen, que era una personilla preciosa y encantadora, ¡se perdió!. Salimos a buscarla por todas las calles de alrededor. Íbamos todos desatados, negando la realidad con que nos encontrábamos y deseando que todo fuera mentira. Un par de horas estuvimos así hasta que alguien la encontró con una señora que la llevaba de la mano. Cuál sería nuestra desesperación que tardamos un rato en reunir a todos los buscadores.

Yo tuve la ventaja de mi bici. A través de ella me permitía llegarme al puerto a ver los barcos. En aquél entonces no había separación y te acercabas hasta el mismo filo de los muelles. Un día vi cómo se dirigía hacia el sitio en el que estaba un barco, bastante grande. Llegaba y llegaba y no parecía que fuera a detenerse o torcer. De pronto, desde la punta de la proa un señor me gritaba "¡chico, quítate de ahí!". Yo no podía creer lo que iba a pasar porque me separé unos cuantos metros y el barco siguió. chocó con el borde y le ví crecer -hacia adentro- una abolladura impresionante. Pero, lo más curioso, es que se estaba haciendo despacio, despacio, increíblemente despacio. Ni que decir tiene que cuando llegué a casa fui a consultar a nuestra enciclopedia viviente. Le conté el caso y él me habló de la energía como fenómeno físico que deviene en hacer trabajos -deformaciones- sobre los objetos. Tema 4 de la física de 4º de Bachillerato, explicado a un chico de once años y con pleno aprovechamiento.

En otra ocasión -hay que ver el ánimo de los padres- nos hicieron montar en un taxi y nos llevaron al Cabo de Gata. Sitio extraño entre los que los hubiere, donde nos hablaban de volcanes, arrecifes y salinas con montones blanquecinos para echar en las tostadas con aceite.

Algunos días 'soplaba poniente' y andábamos con los ojos entrecerrados para que no se nos metiera el polvillo de hierro que exhalaba el muelle de carga. Era omnipresente, aparecía en las fachadas de las casas, en las sábanas, ¡hasta en los calzoncillos!. Había que cerrar las ventanas y pasar el calor que hiciera falta. Era, sabido de todos, uno de los peores inconvenientes de Almería.

No obstante, tenía su interés. No lejos de nuestro lugar en la playa estaba un muelle de carga. Era de hormigón, no demasiado alto y, con cierta habilidad de trepar por sus jácenas y contrafuertes, te podías subir arriba para tirarte. Además, se podía ver cómo una cinta transportadora llevaba el material a granel que acababa en las bodegas de un barco, o en las casas, suelos, gentes y ojos.

Más adelante, cerca ya la avenida principal había un segundo muelle de carga de mineral. Éste, más alto, era de hierro entero y veíamos los vagones de tren que alimentaban unos silos y, desde ellos, con unas canaletas, las llevaban a los barcos atracados en sus flancos.

Nos llevaban a ver la Alcazaba, que en esos momentos había tenido un proceso de restauración y lo que diríamos ahora "puesta en valor". Es más, empezaron a representar zarzuelas en un teatro al aire libre y ¡allá que fuimos!. Paseábamos por Puerta Purchena que era algo así como nuestra Puerta Real, pero algo más pequeña y menos pretenciosa.

Recuerdo que, en una feria insistí en que me invitaran a tomar un 'perrito caliente' al modo americano. Aquellos 'bocadillos' eran especiales, preciosos, lustros, especiales en cómo ponían la salchicha en el pan. Vamos que no eran nuestros bocadillos de salchicha. Pues bien, después de unos cuantos intentos, los padres convinieron en invitarme a uno. Cuando me lo dieron, delante de la mirada socarrona de los padres y la de envidia de los hermanos, empecé a comerlo con algo de culpabilidad. Sin embargo no hubo más problema. Todas las miradas se tornaron a risas cuando vieron mi cara de profunda decepción. Aquello estaba a años luz -por debajo- de la calidad de nuestras salchichas cutres en panecillos cutres. Podría haber mandado a los yankis a su casa: no sabían hacer salchichas.

Y, también, en otra anécdota portuaria, está la de haber presenciado cómo un barquito velero, en el puerto estaba siendo atendido con un nivel de protocolo extraño. Una serie de marinos de uniforme blanco y muchos entorchados en sus mangas, charlaban con un señor grande, pomposo y algo fatuo. Se dirigían a él con mucho respeto.
En esto, se sube el señor a su barco y comienza el desatraque y la maniobra de salida del puerto. Llega un señor corriendo desde el fondo del puerto gritando: ¡que no ha pagado!¡que no ha pagado!...
Lo mandan callar y le dicen que espere. El barquito se aleja por la dársena y el grupo de los marinos importantes empieza a deshacerse. El hombre sigue quejándose de que a él no le van a salir las cuentas. Le farfullaron una excusa y le dejaron allí en medio. Tenía cara de cabreo.

También un aprendizaje técnico: Con motivo de la feria llevaron a Almería un par de helicópteros de los que aparecían en las películas. Aterrizaron en unos solares próximos a lo que hoy ocupa el "club náutico". Dejaron pasar a la gente y, aprovechando mis paseos ciclistas, los conseguí ver casi en solitario. Me asombró ver cómo estaban sujetos todos sus tornillos con un alambre que los unía entre sí. Vamos que estaban atuercados y, cosidos. Como es lógico fui a mi wikipedia particular para aprender algo al respecto. Mi padre se quedó sorprendido. No sabía el hecho ni el por qué, pero supuso que, desde un punto de vista mecánico siempre interesaría que en un aparato volador no se pudiera acabar de caer ni un sólo tornillo

Cargar troncos en los camiones

Tengo recuerdos vívidos de mis sensaciones al estar entre los pinos. Y más los de la Sierra, nuestra Sierra, nuestro Paraíso.
Los tengo asociados con la felicidad, como objetos, como sitio, como olores, como ruidos, ¿habrá algo más feliz que el ruido del viento en los pinos?.
Pero, a la vez que disfrutaba de las sensaciones pinateras nacía en mi una afición que ha ocupado una buena parte de mi vida. Las ruedas, los volantes, los coches y sobre todo, los camiones.
En el Paraíso había una felicidad ambiental y unas señales que anunciaban las otras, los carriles.
Me fijaba en todas y cada una de las señales de ruedas que pudiera haber en el suelo. Es más, yo no caminaba por los senderos, yo conducía y, cuando una esquina del camino era muy apurada, yo hacía 'maniobras' marcha adelante y marcha atrás hasta que conseguía meter mi juego de ruedas trasero en la continuación de la vía.
Pero junto con esto aprendía cosas vitales. No se pueden tener dos cosas que te gusten mucho a la vez. Los pinos estaban reñidos con los camiones y éstos, con los primeros. Eso lo vivía con atisbos de frustración. Si los pinos son quitados por los camiones, pierdo la mitad de mi felicidad, si no los quitan, pierdo la otra mitad.
Algún mayor vino a sacarme de esa tortura: Había que hacer "entresacas", es decir, quitar pinos -no todos- de entre medias de los otros para que los que quedaran crecieran más y mejor.
Así, pues, aprendí a sintetizar. Habría camiones que, sacando pinos, ayudaban a la prosperidad del monte. O sea, que podía seguir con mis dos aficiones.
Salvado este conflicto tenía otro que me resultaba enigmático. Vi cortar pinos, cómo los descortezaban y desramaban los ví ajorrados hasta las navillas y amontonados allí, pero no veía cómo los subían a los camiones.
Cada vez que hubo ocasión le pregunté a los mayores sobre el cómo podría hacerse. Me atendían con cariño para negarme la respuesta. Nadie sabía nada.
Hasta que un día tuve la respuesta.
Íbamos a la Fresnadilla, habíamos pasado el arroyo de la Almoteja y habíamos tomado el carril que nos llevaba a las casitas que había cerca del "seminario de verano".
Carril desde la Almoteja hacia la Fresnedilla. Se adivina aunque esté oculto por los pinos
Al doblar una curva, un camión. De frente, un preciosísimo camión extraño, chato, con el parabrisas inclinado al revés. Yo, parado, con la boca abierta.

camión maderero

Estaba éste con las ruedas de su lado derecho metidas en la cuneta, un par de troncos, no muy gruesos, hacían puente con la pendiente que caía sobre él.
Allí un tronco de pino, hermoso él, bajaba sujeto por unas cuerdas que rodeando fuertes pinos o toconas se deslizaban para llevarlo a la plataforma. 
Leñadores fornidos tiraban o soltaban cuerdas de acuerdo con voces de mando que daba alguien.
Yo, parado. 
Así se cargaban los camiones. Yo, parado. 
La panda familiar se detuvo un instante y algunos me dijeron "ahí lo tienes, aprende". Yo, parado.
Los Martínez siguieron andando, pasaron al camión por su lado izquierdo y, me quedé allí. 
Creo recordar que me llamaban, pero no oía nada, sólo el ruido de las cuerdas, las voces de los leñadores y los crujidos del camión.
Me quedé solo.
Al cabo de un ratito vi aparecer a mi padre que venía a recogerme.
Se puso a mi lado y tomándome por los hombros me empujó suavemente me llevó con la panda.
"Ya has visto cómo se hace lo de cargar camiones".
Y yo, inmediatamente, "sí, ya sé cómo se cargan los troncos que están por encima del camión, pero, ¿y si estuvieran del otro lado del camino?..."
No me contestó. Yo estaba medio contento, porque sabía la mitad de lo que quería saber. Me faltaba la otra mitad.

domingo, 2 de septiembre de 2018

vuelta al redil

Hoy es el último fin de semana de agosto, sí ya sé que es septiembre, pero da igual. Es el día en el que hay que volver a casa.
Ayer lo pasamos fatal, tuvimos que ayudar a los tíos primero a no estorbarles, segundo a obedecer de forma inmediata sobre cada una de las cosas que nos mandaban. Y yo, como sobrino mayor, me encargué de ayudar al tío Félix a recoger las herramientas.
Lo primero que hicimos fue buscar una caja de madera, que creo que había tenido dentro latas de conservas Albo, a poner en ella todos los destornilladores, formones, barrenas, cajas de puntas (las muy desgraciadas se deshacían y había que recogerlas una a una), martillos, etc.
Luego, con un martillo que dejamos fuera, se clavaron las tapas y pusimos la caja cerca del quinto pino. 
Antes con el "martillo de bola" grande y uno de "orejas", habíamos desclavado los costeros de pino que nos habían servido de bancos durante el verano. Las toconas que servían de taburete también fueron agrupadas  y, en cuanto se pudo, se metieron en un lado del salón.
En la cocina había más lío, las cacerolas, raseras, cucharones y demás enseres creo que se pusieron en bolsas de tela.
Se dejaron, no obstante, algunos cubiertos y tazas para poder cenar el sábado y desayunar hoy.
Nos acostamos reventados, y tristes.
Pero esta mañana amaneció bien, noté un toque en el brazo y entendí inmediatamente de qué se trataba. 
El tío Rafa que me estaba llamando para "ir a por el camión".
Salimos, como tantas otras veces, por el ventanuco de nuestro cuarto. Aún no había amanecido si bien una luz tenue anunciaba el nuevo día. No había sombras por no haber luz, pero nos daba igual, nos conocíamos todos los entresijos y no había que indicar nada. Íbamos a subir a la Navilla, atravesarla por el sendero que servía de atajo para 'cortar' la carretera de subida.
Parecíamos dos facinerosos. el paso rápido, seguro, subida por el camino que llevaba a las caleras de arriba, un cuestón al final fastidioso de subir por la cantidad de pinocha, piedra suelta y tierra floja. Tenemos el carril a la derecha, pero no le hacemos caso. Derechos, derechos hacia el otro lado. Dirección algunos de los caracolillos de la carretera de subida desde Siles.
Coronamos la Navilla en su lado norte. Rafa me hace parar, y dice "atiende, a ver si oyes algo". 
Claro que oigo, el maravilloso ruido del viento en los pinos. Yo le digo a ese ruido que es el que hace la felicidad.
Pero, no, hay algo, un rumor y como ya hay algo más de luz tratamos de mirar a lo lejos. Parece que hay unos fatos, muy tenues un poco más altos de la salida del pueblo.
A correr. 
El camino que llevamos está atravesado de vez en cuando por restos de antiguos carriles, extraordinariamente empinados. Me plantee una vez más tratar de estudiar cómo era posible que los camiones antiguos, forzosamente 'peores' que nuestros modernos, podrían subir aquellas cuestas, pero es un tema que se ha quedado atrás y que ahora no voy a tener tiempo en resolver.
Vamos bajando saltando zarzas y matas de espliego, alguna piedra fuera de sitio. El ruido está más cerca y hay que llegar justo antes de que pase por el carril.
Al final lo logramos, vemos subir un camión -el "autocar" de los hermanos gragera- y tío Rafa se pone en mitad de la carretera. 
El camión para y el conductor se asoma un tanto sorprendido. Introducción diplomática de Rafa: "somos de la familia a la que van a recoger y hemos venido a esperarles a ustedes".
Nos suben a la caja del camión y allí, de pie, agarrado a una estructura que tiene encima la cabina. trato de ver por encima de ella.
Si casi soy yo el que va conduciendo. Mi ruido de la felicidad en los pinos se mezcla con el ruido del camión y los ecos cuando pasamos cerca de algunas rocas. Estoy feliz y triste a la vez, por el momento, que es grandioso y por el significado de la vuelta que es la tristeza.
Al llegar a la casa vemos a toda la colonia despierta. Nos regañan -no habíamos dicho nada, pero se lo habían figurado- y vemos cómo ya han recogido las camas cosido los colchones y puestos los somieres que se quedan apoyados en una pared. 
Vamos subiendo todo al camión tal y como en otro momento describí. Nos subimos a él y tiramos para Linares.

Creo que ahí fue donde aprendí a asumir frustraciones que se convertirían en ilusiones, que a su vez pasarían a esperanzas, sublimaciones y al placer diferido. A todo lo que, entonces, y en definitiva, llamábamos "haceerte mayor.