domingo, 2 de septiembre de 2018

vuelta al redil

Hoy es el último fin de semana de agosto, sí ya sé que es septiembre, pero da igual. Es el día en el que hay que volver a casa.
Ayer lo pasamos fatal, tuvimos que ayudar a los tíos primero a no estorbarles, segundo a obedecer de forma inmediata sobre cada una de las cosas que nos mandaban. Y yo, como sobrino mayor, me encargué de ayudar al tío Félix a recoger las herramientas.
Lo primero que hicimos fue buscar una caja de madera, que creo que había tenido dentro latas de conservas Albo, a poner en ella todos los destornilladores, formones, barrenas, cajas de puntas (las muy desgraciadas se deshacían y había que recogerlas una a una), martillos, etc.
Luego, con un martillo que dejamos fuera, se clavaron las tapas y pusimos la caja cerca del quinto pino. 
Antes con el "martillo de bola" grande y uno de "orejas", habíamos desclavado los costeros de pino que nos habían servido de bancos durante el verano. Las toconas que servían de taburete también fueron agrupadas  y, en cuanto se pudo, se metieron en un lado del salón.
En la cocina había más lío, las cacerolas, raseras, cucharones y demás enseres creo que se pusieron en bolsas de tela.
Se dejaron, no obstante, algunos cubiertos y tazas para poder cenar el sábado y desayunar hoy.
Nos acostamos reventados, y tristes.
Pero esta mañana amaneció bien, noté un toque en el brazo y entendí inmediatamente de qué se trataba. 
El tío Rafa que me estaba llamando para "ir a por el camión".
Salimos, como tantas otras veces, por el ventanuco de nuestro cuarto. Aún no había amanecido si bien una luz tenue anunciaba el nuevo día. No había sombras por no haber luz, pero nos daba igual, nos conocíamos todos los entresijos y no había que indicar nada. Íbamos a subir a la Navilla, atravesarla por el sendero que servía de atajo para 'cortar' la carretera de subida.
Parecíamos dos facinerosos. el paso rápido, seguro, subida por el camino que llevaba a las caleras de arriba, un cuestón al final fastidioso de subir por la cantidad de pinocha, piedra suelta y tierra floja. Tenemos el carril a la derecha, pero no le hacemos caso. Derechos, derechos hacia el otro lado. Dirección algunos de los caracolillos de la carretera de subida desde Siles.
Coronamos la Navilla en su lado norte. Rafa me hace parar, y dice "atiende, a ver si oyes algo". 
Claro que oigo, el maravilloso ruido del viento en los pinos. Yo le digo a ese ruido que es el que hace la felicidad.
Pero, no, hay algo, un rumor y como ya hay algo más de luz tratamos de mirar a lo lejos. Parece que hay unos fatos, muy tenues un poco más altos de la salida del pueblo.
A correr. 
El camino que llevamos está atravesado de vez en cuando por restos de antiguos carriles, extraordinariamente empinados. Me plantee una vez más tratar de estudiar cómo era posible que los camiones antiguos, forzosamente 'peores' que nuestros modernos, podrían subir aquellas cuestas, pero es un tema que se ha quedado atrás y que ahora no voy a tener tiempo en resolver.
Vamos bajando saltando zarzas y matas de espliego, alguna piedra fuera de sitio. El ruido está más cerca y hay que llegar justo antes de que pase por el carril.
Al final lo logramos, vemos subir un camión -el "autocar" de los hermanos gragera- y tío Rafa se pone en mitad de la carretera. 
El camión para y el conductor se asoma un tanto sorprendido. Introducción diplomática de Rafa: "somos de la familia a la que van a recoger y hemos venido a esperarles a ustedes".
Nos suben a la caja del camión y allí, de pie, agarrado a una estructura que tiene encima la cabina. trato de ver por encima de ella.
Si casi soy yo el que va conduciendo. Mi ruido de la felicidad en los pinos se mezcla con el ruido del camión y los ecos cuando pasamos cerca de algunas rocas. Estoy feliz y triste a la vez, por el momento, que es grandioso y por el significado de la vuelta que es la tristeza.
Al llegar a la casa vemos a toda la colonia despierta. Nos regañan -no habíamos dicho nada, pero se lo habían figurado- y vemos cómo ya han recogido las camas cosido los colchones y puestos los somieres que se quedan apoyados en una pared. 
Vamos subiendo todo al camión tal y como en otro momento describí. Nos subimos a él y tiramos para Linares.

Creo que ahí fue donde aprendí a asumir frustraciones que se convertirían en ilusiones, que a su vez pasarían a esperanzas, sublimaciones y al placer diferido. A todo lo que, entonces, y en definitiva, llamábamos "haceerte mayor.

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