sábado, 9 de diciembre de 2017

Los Villares, Jaén (1)

A mí me suena que, en tiempos lejanos, era normal que los primos -hermanos- fuéramos a veces a pasar temporadas a casas distintas a la nuestra.

Pues resulta que los tíos, de Jaén, tío Luis y tía Carmen tuvieron un chico más o menos a la par en que me pusieron a mí en el mundo. Murió a los pocos días de vida, según me contaron y, quizás por esa razón, y porque era costumbre lo que cito más arriba, me encontré con la invitación de ir a pasar unos días con ellos en su veraneo en Los Villares, cerca de Jaén.

Mi primer recuerdo estaba con el piso que los tíos tenían en la calle Conde. Una calle larga que acababa en la plaza de la Catedral. Allí conocí a los tres primos que componían la familia juvenil. Jose Luis, Carmencita y Pilar. 

Sé que, en cuanto llegué, recibí atenciones varias, entre las que se incluyeron la visita a la citada Catedral y a la capilla del "Santo Rostro". Cuadro que me despistó porque no recordaba nada parecido en Linares, ni en Santa María ni en San Francisco, así como en ningún lugar del imaginario de casa o de casa de las tías.

Algo después partimos hacia el lugar de veraneo. Pasamos por Jabalcuz, nombre sonoro donde los haya -me dijeron que era un "balneario". Nuevo aprendizaje de palabra rara y exótica-. Era un pueblito pequeño pequeño, a dos pasos de Jaén, donde, me dijeron, que iba tia Luisa a "tomar las aguas" y también alguna vez había ido el tío Luis.


Tmas de Jabalcuz, hace un par de años. Es probable que hoy día tengan mejor pinta.
Ahí iba tía Luisa a "tomar las aguas".
Después de un montón de curvas, un puente sobre un riachuelo, una recta larga y nueva entrada en nuevo pueblo. Llegamos a un lugar tremendamente pintoresco. Una casa, al lado de un río, un puente y una terraza-huerto sobre el río y plagada de plantas de fresas.

He encontrado una foto aérea de cómo estaba la casa. Lástima que no se pueda aumentar demasiado y que no haya una del frente de la casa. Pero, aunque es muy posterior -de los años 70 o por ahí- creo que se puede tomar una idea de cómo podía ser el ambiente de la misma.
La casa de la esquina del río. Está sacada de un vuelo militar de los años setenta
En la planta baja tenía un salón inmenso. Pero grande de verdad, creo recordar que el suelo era del tipo ajedrezado en blanco y negro y, en medio, una mesa de alas con una cesta de huevos encima. Al fondo la cocina o algo así y más al fondo, a la izquierda y subiendo unos escalones, la piscina.

O la alberca, que tanto daba porque, si tenía agua, serviría para bañarse.

Eso del agua tuvo también su importancia porque era de riego y tenía la disciplina de atender al turno que tocase. El tío Luis nos iba indicando la importancia del rigor de respetar la hora, estar atentos a la acequia y cuidar que el agua estuviera lo más limpia posible.

Lo de las fresas era excepcional. Había que bajar unas escaleras hasta una baranda -creo que de ladrillo- que separaba la terraza del río.

En todos los sitios había posibilidad de aventuras, comedidas sí, pero aventuras. Por ejemplo, si había una cesta de huevos encima de la mesa, corrió el peligro de salir todos espachurrados y tirados por el suelo.

Me estaba enseñando a montar en patines de ruedas, cuatro, de goma, metálicos y con correas muy fuertes que te sujetaban bien el pie. En principio se trataba de tratar de andar aprovechando la extensión del salón y, aquello iba bien hasta que, en algún momento, se acerca uno a la mesa, pierde el equilibrio, la mesa se viene hacia mí y la cesta hacia el suelo. Suerte que estaba por allí alguno de los primos -creo que Jose Luis- que la cogió al vuelo. Nos quedamos mirándonos silenciosos hasta que pasó el espíritu de la suerte morrocotuda. A partir de ahí, quien tuviera patines, que se acercara a una silla y nada más.

La piscina era un acontecimiento. Un día, decía tío Luis que llegaría el agua a partir de las doce de la noche. Pues había que esperar para dejarla pasar por la acequia hasta que dejara de arrastrar maleza y turbidez y, después, cambiando la compuertita, derivarla hacia la piscina. Se vigilaba durante un rato y, ante la satisfacción de que estaba entrando limpia, nos íbamos a acostar.

A la mañana siguiente no estaba tan limpia. En algún momento había entrado agua turbia y, no había más que rascar. ¡Estaba llena!. Te bañabas y, al salir, te enjuagabas con un cubo o con un grifo que hubiera en el patio. El caso es que nos bañábamos.

Las siestas tenían otra entidad. Había que leer y no hacer ruido. En la biblioteca, seis libros extraordinarios Aventura en la Isla, Aventura en La Isla, Aventura en el Castillo, Aventura en el valle, Aventura en el mar, en la montaña, en el barco, en el circo y en el río. Ocho libros que relataban las incidencias de cuatro jóvenes de edad algo indefinida durante sus vacaciones de verano. 

Nos gustaban porque contaban cosas que no iban a ser verdad en nuestras vidas pero que, con un poco ce imaginación, podrían haberlo sido.... si hubiéramos tenido pasadizos secretos, una tía Allie tolerante hasta el descuido, campos abiertos donde había cuevas con repisas de roca para poner las latas de sardinas, aviones que llevaban obras de arte o hubiera contrabando de armas en el río de Los Villares. ¡Ah! y un loro chistoso que distendía la ansiedad de los momentos peligrosos con sus peculiares dichos.

En cualquier caso eran leídas con fruición y servían para sacar frases que nos divertían si eran usadas en momentos oportunos.

Resulta que, además, cerca de los Villares tuvo lugar un hecho que era "de cine", por lo inusual, digo. ¡Estaban buscando petróleo! y, además, era verdad que lo estaban buscando allí. Se corrió tal hecho por todo el pueblo y ¡cómo no!, fuimos a verlo.

La máquina perforadora estaba a la izquierda en un camino  rural que alguna vez utilizamos para hacer una excursión. 

Alguien ligado con la explotación tuvo el detalle de contárnoslo con todo el cuidado del mundo, tanto que aún hoy recuerdo la máquina y cómo se actuaba con ella. Recuerdo que estábamos el tío Luis y yo, uno al lado del otro. Al final cuando acabaron con la explicación, me preguntó: "¿Lo has entendido?". Le dije que sí y me miró con algo de asombro.

Bueno, pues de aquella máquina salía agua sin cesar. Supongo que los campesinos de alrededor estarían encantados. Y, el más encantado de todos era yo. ¡Había visto cómo se buscaba petróleo! y lo más divertido era que eso era verdad. Muchos años más tarde tuve ocasión de ver un mapa donde se habían efectuado sondeos en busca del oro negro. Pues bien, uno de ellos estaba en el término de los Villares. Nuestra máquina y nuestro pozo.

Los días transcurrían de forma agradabilísima. Desayuno, lectura de las aventuras de Enid Blyton, baño en la piscina, patinar en el salón y paseo por las tardes. 

Habían hecho -o estaban haciendo- una presa en el río y éste era uno de los finales de la excursión. Había, supongo, que vigilar que las obras transcurrían hacia buen fin. 

Un día vino un primo -de los primos- es decir alguien que era familia por la parte de la tía Carmen, un chico rubio, de aproximadamente la misma edad que Jose Luis y, ¡salimos a cazar!. Así, como suena. De noche, con una linterna que llevaba yo, enfocábamos a los árboles y los primos les tiraban con una escopeta de plomillos. Algún pájaro cayó aunque me parecía mentira pues aún a pesar de mi haz luminoso nunca vi ningún volátil al que tirar. 

Se me iba a olvidar lo pintoresco que era acostarse. Me tenían asignada una cama plegable un tanto rara. Era metálica y nada normal. Es más era tan anormal que alguna vez se cerró sobre mí. ¡Es que era una silla!. Una silla ortopédica o similar que estaba dedicada a la tía Luisa. Había que subirse a ella por un sitio determinado. Si lo hacías más arriba, aquello se levantaba por el otro lado y había que pedir ayuda a Jose Luis para poder salir de aquel amasijo de sábanas, colchón y tubos.

Era demasiado bueno para ser verdad. Un día, apareció por allí tío Carlos, con su sotana y todo. Comió con nosotros y, cuando no me lo esperaba me dijo, "anda, coge tu maleta, que nos vamos para Linares".

Pues, como llegué, me fui. Bueno, no es verdad, mucho más encantado. Había tenido unas aventuras maravillosas, leído un puñado de libros que, enseguida que llegué a Linares pedí a mis padres y aún andan por mi casa y vivido cacerías, paseos y baños. ¡qué más podía pedir!.

El viaje de vuelta a Linares fue también pintoresco. Subí, supongo que en un autobús desde el pueblo a la Capital del Santo Reino y, allí, cogimos un tren hacia Linares. Recuerdo el vagón, de madera, y cómo fue cayendo la noche. Llegamos a la estación de Espeluy que estaba en la Carretera de Baños. Tarde, muy tarde. Atravesamos Linares hasta llegar a casa de mis padres.

Pero, lo más curioso de todo es que no acaba ahí la aventura Villariega. Muchos años más tarde, volviendo desde Jaén a Granada, con Alicia, mi mujer, elegimos ir por esa ruta hacia Castillo de Locubín, Alcalá la Real y, desde ahí, a casa. 

Pues bien, salimos de Jaén, con nuestro querido Dyane y quise enseñarle a Alicia el pueblo del que le había hablado en alguna ocasión. Pasamos despacito por delante de donde estuvo la casa -ya cambiada, claro-, el puente sobre el río y el pueblo.

Pero era ya la hora de comer y tratamos de ver si había algún mesón o bar que nos cayera bien. Atravesamos el pueblo y echamos monte arriba hacia hacia "La Pandera" que, creo, es el monte más alto de la provincia de Jaén. 

Mesón La Pandera
En un momento determinado, en una curva a derechas vemos un cartel: Mesón La Pandera que parecía situado en una urbanización de las que son normales en nuestros montes. Subimos allí, comimos y, tomando café, observamos cómo el señor que nos atendió parecía prestar oído a cuanto yo le contaba a Alicia sobre las vistas que se veían desde la ventana.

Le hicimos venir y nos ofreció un café de su cuenta, nos preguntó de dónde éramos y, si no éramos del lugar cómo sabía yo lo del petróleo y cosas así. Cuando le dije que era sobrino de D.Luis Martínez puso cara de asombro y alegría. Decían "¡andá!, si yo conocía a Don Luis y a sus hijos y ¡hasta he ido a cazar pajarillos con su hijo y con un sobrino que era quien llevaba la linterna!.

¡Me quedé alelado!. ¡Era increíble lo pequeño, lo pequeñísimo que podía ser el mundo!. ¡Encontrarme con un señor que me conoció y con el que, aunque fuera ligerísimamente, pasé una pequeña aventura de unos cuantos tiros a unos pobres pájaros!.

Me quedé encantado. 

Cuando seguimos viaje, me comentaba Alicia que iba yo con algo de cara de tonto. Ciertamente, me encanta, me atonta, disfrutar con esos pequeños hallazgos de historia pasada.


1 comentario:

Pilar Flores dijo...

Es una historia preciosa, Rafa. ¡Que bien lo cuentas todo!
De verdad que aun no se por qué no piensas en juntar estos relatos familiares, ponerles unas fotos de la época y hacer un buen libro. Con tanta familia como somos seguro que venderías un montón de ejemplares.