lunes, 5 de febrero de 2018

Excursión a "La Fresnadilla"

Esta era una de las excursiones con más encanto. Tenía de todo, exploración en el bosque, aventura en medio de terrenos erosionados peligrosos, agua debajo de las piedras y, finalmente, la civilización: un carril utilizable que nos llevaba al final: La fresnedilla.

Según mi padre, que actuaba como topógrafo, agrimensor y cartógrafo, la distancia desde la casa madre hasta las primeras casitas situadas en el objetivo era de 5 kilómetros. Lo curioso es que ahora, que lo he medido a través del Google Earth, salen 4,96 km. Mi padre es que era muy preciso.

Íbamos todos, lo que hacía llenar el camino por una fila de Martinez de todos los tamaños. Normalmente, en cabeza iban Rafa, Pepe o Félix, casi inmediatamente una maraña de nanos entre los que me encontraba. Después en un pelotón más reposado, mis padres, las tías Teresa, Isa y Pily y, al final, una "cola" más o menos deshilachada que avanzaban por oleadas.

Siempre pensé en ocuparme en cómo se llevaba la comida porque, para las excursiones de un día entero no me parecía suficiente las talegas que usaba tía Teresa. Tenía que haber más contenedores o, a lo mejor, habría más talegas. Unas hogazas de "pan de agua", bastantes latas de foie-gras, sardinas, aceitunas y qué se yo. El caso es que, comer, comíamos.

Primera etapa: la "Fuente Fresca". Allí, no se sabe de dónde, salía alguna cantimplora para llevar algo del líquido elemento. Inmediatamente después, buscábamos un sendero entre helechos que llenaban el bosque. Se llegaba a una senda que, poco a poco se iba señalando como la correcta.
Tornajo en la "Fuente Fresca". Ojo, esta foto es relativamente reciente.

Al doblar un recodo del camino viene el espectáculo. Una especie de monte roto, de color blanco níveo -como el gato de tío Rafa-, que asustaba cantidad. El camino era una plataforma de más o menos medio metro de ancho, resbaladizo por sus minúsculas piedrecillas y, a la derecha, la continuación de la posible caída que llevaba al "Cortijo de Abajo".

Había dos o tres hierbajos que no serían susceptible de utilizarse como agarraderas, así que había que dejar de hacer el canelo y cruzar con pie seguro detrás de algún mayor. Mi padre, por ejemplo,  le tenía un respeto enorme a "las asperillas" que era como le llamábamos a ese lugar.

Foto de "las asperillas" desde satélite.
Yo pensaba en quién o cómo se había hecho ese camino. El suelo me parecía muy duro para trabajarlo con una azada; tendría que ser con un pico y, como el familiar que llevaba a veces a trabajadores a las Anchuricas, era el tío Carlos Martínez Piña, le tenía una especie de agradecimiento secreto porque ¡ah!, no era difícil intuir que, con las tormentas y mal tiempo que le atribuíamos a nuestro paraíso en invierno, el camino no duraría de un año para otro.

El peligroso camino de "Las Asperillas"

Bajábamos pues, con todo el cuidado del mundo. Se llegaba a un barranco donde se ensanchaba el camino, y este lugar permitía a los mayores contar el número de expedicionarios. Se seguía otro rato más hasta que, de nuevo, volvíamos al bosque.

Un zig-zag amplio, en bajada, nos llevaba al arroyo de "La Almoteja". Nuestra segunda parada.

Un centenar de metros por debajo del cruce del camino con el arroyo, había una fuente espectacular.

No por lo grande, sino por lo singular. Una piedra grande, de al menos 7 u 8 metros de alto, redondeada en todas sus caras, estaba apoyada sobre la vertiente izquierda del cauce.
Debajo de ella bullía un manantial formando una poza magnífica.  Era una fuente que nos han expoliado, aunque no en el recuerdo. para uso del abastecimiento de agua al pueblo de Siles.

La "Almoteja"
A partir del arroyo de la Almoteja entrábamos en un carril. Yo creo que fue ahí donde empezó mi afición por las ruedas y todo lo que tuviera que ver con ellas.

Una vez encontramos un camión de los "leñadores", que era como popularmente llamábamos a todos los que tenían que ver con los pinos. Estaba metido en la cuneta, muy inclinado, para que por medio de cuerdas y de pinos puestos en forma de puente, pudieran cargar aquellos que habían cortado unas jornadas antes.

Tras un rato largo de marcha por el carril, (yo ya me imaginaba conduciendo un camión de pinos por él), llegábamos a nuestro destino.

Le decíamos "la Fresnadilla", aunque ahora que lo he cotejado deberíamos decir "la Fresneda", lo que indica un lugar en el que abundan este tipo de árboles. Era un lugar pintoresco, varias casitas situadas en parcelas que parecían estar en forma de explotación agrícola.

Este lugar provocaba en mí algunos sentimientos contradictorios. De una parte me gustaba muchísimo. El paseo hasta llegar y el sitio en sí pero, de otra, me provocaba una especie de un malestar celoso. ¡Había gente con quien compartir mi paraíso!. Eso era demasiado.

En la Fresnadilla (y sigo con el nombre porque es así como se usa en muchos lugares similares), había otro sitio interesante: El "Seminario de verano".

Éste era un edificio en construcción que, al parecer, había sido promovido por el sr. obispo de Jaén, al que conocíamos porque era el que ordenaba al tío Carlos. Se suponía que los seminaristas tenían también que veranear y no había mejor sitio que hacerles un albergue en una sierra bonita.

Siempre lo vimos en forma de ladrillos y muros de mampostería más unos aleros enormes, sostenidos por unos jabalcones que salían de los muros. Allí, según recuerdo, llevaron a tío Carlos en un verano. Durmieron en jergones en el suelo y estaban más en plan campamento que otra cosa.
Hotel que ocupa el sitio del antiguo "Seminario de verano"
Precisamente en ese sitio, convertido en hotel, fue donde celebramos la comida de aquella magnífica reunión que nos juntó a "los Martínez" hará no sé cuantos años.

Pues bien, llegados al final de la excursión, comida en algún manantial que hubiera por allí y, a la casi caída de la tarde, vuelta al redil.

Carril, asperillas, fuente fresca y, ¡a dormir!.¡Qué día tan magnífico!.

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