viernes, 19 de agosto de 2022

La argamasa desobediente.

 

Me ha salido un recuerdo sobre el tema de la "obediencia a los mayores" que, recuerdo, era un paradigma obligado en la familia.
El tema es muy amplio, por ejemplo -y a su favor- tengo el recuerdo/inventario de su eficacia porque muy bien tuvimos que comportarnos en los veraneos serranos cuando un montón de infantes, postadolescentes, jovenes/as y mayores, nunca tuvimos ninguna herida, accidente o conflicto de tipo físico.
Recordemos "las asperillas", un paso por unos barrancos erosionados, con una caida espectacular hasta el fondo de los mismos, vereda estrecha y sin ningún tipo de agarre, en los que, al entrar, cualquiera de los mayore nos decía: "¡Eh, aquí hay que ir con cuidado!". E íbamos con todo el cuidado del mundo.
El problema era cuando las indicaciones sensatas chocaban con las ilusiones personales.
Por ejemplo, en uno de cualquiera de los momentos que vivíamos en el paraíso, oí a mi padre -Don Nicolás, por favor- explicar el tema de la construcción a partir de la argamasa: Cal y arena, decía. Eso ha sujetado casas, castillos, palacios e iglesias por los siglos de los siglos.
Y yo quería hacer una carretera para mis coches "de cuerda".
Repito, yo quería hacer una carretera para mis coches, pero que durase. Es decir, que sirviera de un año para otro y, así, ir aumentando aumentando la red.
Pero habría que hacerla con argamasa, no con tierra o arena.
Y el primer componente la teníamos en aquel lugar donde jugábamos hacer casitas. Y, la cal, la cal, estaba en la "calera".
Es decir, un lugar, al lado de la casa en el que sobresalía sobre el terreno una hilada de piedras de forma circular rodeando a un foso. Allí echábamos los desperdicios de la casa. Casi todos biológios porque plástico había poco y cartón, algo más.
Se nos dijo que la "calera" era peligrosa porque la cal "quemaba" y como tal la vimos cuando venía la "chispa" -aquella eñora que blanqueaba a sartenazos- a poner la casa hecha un primor.
O sea, que había un problema. Se nos -me- había avisado sobre el no coger cal y, a mí me hacía falta para la argamasa.
Pues me arriesgué. Es decir, no obedecí al 'cuidado' tradicional. La ilusión pudo con la prohibición.
A la hora de la siesta, cuando los mayores, en brazos de morfeo, dejaban de ejercer su esperada autoridad, me metí en la calera. En la pared de enfrente del vertido de desperdicios existía unos estratos de cal.
Con cuidado de no tocarla, es decir, a base de alguna palita y cubo de juguete, cojí un buen puñado. Lo mezclé con arena y agua.
Conseguí un 'mortero' manejable y, corriendo corriendo para que no fraguara me fui al otro lado de la casa. Al lado de la curva del carril que bajaba de la navilla había un recuadro de tierra que no tenía vegetación porque se había hecho alguna labor.
Hice mi carretera, la alisé y, al dia siguiente, hice correr por allí mis camiones articulados
Feliz, feliz como cualquier miniministro de obras públicas. Y un pequeño lado oscuro: el final de nuestra estancia estaba más que próximo, 48 horas.
Pero mantuve la felicidad porque mi carretera -de argamasa- duraría hasta el año próximo.
Cuando al año siguiente, al amanecer como tantas veces, llegábamos a la casita del paraíso, yo iba fuera de las baldas del camión. Miraba la penúltima curva, la última (allí estaba mi obra) y....no estaba.
Hice, casi, que me tiraran desde lo alto y sin hacer caso a nadie fui a verla. Es decir, a ver el sitio donde lo había dejado.
No estaba. Compungido, lloroso, me acerqué a mi padre y me atendió estupendamente después de mi explicación. Sentenció: magníficamente. "Rafa, las obras que se hacen en mitad del campo tienen que estar mucho mejor hechas, no es nada fácil".

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