Justo al lado de la subida del "Cortijo de arriba" había una extraña construcción hecha de troncos, de la que quedaban sólo sus ruinas.
Cuando visitamos nuestro paraíso en años posteriores, el resto era sólo un escalón suave en la tierra.
Tiene interés por lo mágico que parecía y, por supuesto, porque recuerdo la ilusión que me hizo rozar el "ser mayor", al menos por un momento, en tiempos pretéritísimos.
La construcción era una "peguera", es decir un horno en el que se fabricaba "pez", tal y como mi padre explicó y explicaría a quien quisiera oirlo.
He buscado en internet si hay alguna foto de tal horno, que lo hay, pero en nuestro caso, construido con troncos de pino. Parecía una pequeña cabaña de la que vemos en las películas canadienses.
Mi padre decía que ahí se hacía arder madera, de tal manera, que los trozos de la misma dispuestos de en forma adecuada, destilaran su resina y, haciéndola líquida, saliera al exterior por un agujero hasta acumularse en algún tipo de caldera.
Imaginémonos cómo era. ¿Nadie recuerda haberse impregnado de resina?. Pues eso, un caldero lleno de la misma.
Después, al parecer, se llevaba a algún lugar donde se procedería a sacarle las utilidades que fueren menester.
El uso que hacíamos de los restos que quedaban esparcidos por el lugar, era tratar de proteger las suelas de las zapatillas de esparto.
No hemos hablado nunca del problema que teníamos con nuestros equipos de camperos. La ropa podía ser la misma que usáramos en Linares durante el verano, es decir, fresca y cómoda. Normal. Pero, los zapatos eran, al ser propios de la época y de la solvencia inherente, no eran los más adecuados para estar todo el día triscando en el monte.
Aún eran incipientes aquellas sandalias de goma blancas, casi transparentes, en las que te sudaba el pie como un descosido, resbalabas con ellas, se llenaban de polvo y, al final del día, las pelotillas normales de entre los dedos eran de un negro apelmazado.
También nos serviria referirnos a alpargatas de cuerpo de lona y goma en la suela. Tenían que ser más caras que las de esparto y se tenían las que hubieren.
Las sandalias para los chiquillos, por supuesto, las del año anterior o bien heredadas de algún mayor, eran muy socorridas.
Pero las que vienen a cuento, las que tienen que ver con la pez, eran las que tenían las suelas de esparto. Cómodas, no calurosas, se adaptaban al pie y, al andar por los caminos, la suela se volvía por algunos lugares cada vez más fina hasta que, finalmente, acababas sacando un dedo por algún agujero.
Pues eso, yo seguía al tío Rafa, como siempre y éste llegaba a la peguera, cogía una rama, por supuesto de pino, se sentaba en el suelo y "pintaba" la suela de sus zapatillas con un grumo de aquella "pez" viscosa y pegotosa.
Empezaba a andar. Al cabo de un rato, se le habían unido todos los chinos que había pisado.
Se constituía así una segunda suela, bastante más inestable que la anterior y que, lógicamente separaba al esparto del suelo.... hasta que se gastaba.
Pero, al menos, podía decir que las zapatillas de esparto "duraban más".
Pues eso, fui mayor durante el rato que lo imité. Lo seguí, esperé que untara sus suelas y, después, hice lo mismo con las mias. Por un rato fuí "como el tío Rafa".
miércoles, 7 de octubre de 2015
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