Bastantes años después de las estancias del Paraíso, nos encontramos con hechos que nos retrotraían a él.
Pero, además, eran de lo más pintoresco. Podían recordártelo unas montañas, un río, unos pinos o unos chiquillos jugando.
Lo que nunca esperé que me lo recordaran era una canción. Allí, no teníamos música, sólo las canciones que o tío Rafa (era una noche de truenos, ¿recordáis?), o tio Carlos (alguna más espiritual, supongo), nos enseñaban en la actividad diaria.
Pero ha salido un grupo nuevo. Una pareja, vaya, Simon y Garfunkel quienes de forma rapidísima atrae nuestros gustos y nuestros ahorrillos para comprar sus discos.
Y, después de un puente sobre aguas más o menos jaleosas nos ponen una canción, bueno "un" instrumental que tiene un nombre exótico: "El cóndor pasa".
Y, así, sin esperarlo, de una mera súbita me veo metido en las faldas del Puntal, mirando al cielo para ver nuestros 'condorcillos'. ¡Los buitres!.
Eran unos pájaros enormes, feos como ellos solos, que volaban solemnemente sobre nuestras cabezas y, claro está, nos vigilaban.
Pero teníamos un instructor avezado que nos hablaba sobre sus costumbres y peligros. Eran, decía mi padre, unos pájaros que vivían de carroña, es decir, de animales muertos. Vamos, que limpiaban el monte y, por tanto, sólo se acercarían a un animal que llevara tiempo parado, tirado en el suelo.
No me dejaba tranquilo aquello. Pensaba que, si nos íbamos a "la arena" y no nos movíamos demasiado, podíamos engañarlo y que bajara a ver cómo de muertos estuviéramos. O sea, que, de vez en cuando, me volvía a mirar hacia la silueta de El Puntal. De allí vendrían, Pero no vinieron.
Aquello pasó y quedó en un elemento más del bagaje de experiencias y ya está.
Pero nunca acaba nada del todo.
Unos años más tarde, después de la canción, la historia y demás, estamos en la fuente de la Teja, Alicia, Rafalillo y yo. Con el Dyane.
Veníamos de vuelta hacia Siles y se me ocurrió que en vez de bajar por la vía normal, directa, dar la vuelta por la Fresnadilla.
Ya conocía el carril que lleva allí y, supuse que en la curva donde salía la carretera, que expongo en la foto, habría además un ramal que lo acortaba. Nada, un poquito, pero así no tenía que hacer maniobras.
Cierto, bajamos y veo entre los matojos del borde del camino la salida a izquierdas del carril.
Entro y ¡pánico!. Me encuentro rodeado de huesos que saltan a la altura de la ventanilla, ruidos de su fractura y, sobre todo, e inmediatamente, el miedo de que pinchen los flancos de los neumáticos. El punto flaco de mis neumáticos.
Había frenado casi en seco y mirando hacia al frente y los lados, todo son huesos, decenas de esqueletos secos de ovejas, cabras y qué se yo.
Primera, a medio embrague, despacito, despacito. Salgo hacia el otro carril y sé que durante un rato tengo que ver si se nota algún pinchazo.
No, ha habido suerte. Seguimos paseo tan gustoso como antes.
Nos planteamos qué era eso.
Una buitrera, entendiendo por tal el sitio en que los campesinos llevan los cadáveres de animales muertos. Allí facilitan el que sigan esos limpiadores de la naturaleza viviendo por nuestros alrededores.